El curioso incidente del perro a medianoche
Basada en la novela que el escritor británico, Mark Haddon, publicó en 2003 y que cosechó numerosos premios, esta obra nos acerca al curioso y difícil mundo de un chico de quince años que padece el síndrome de Asperger; uno de los trastornos del espectro autista.
Christopher vive en su pequeño mundo matemático; a través de los números todo cuadra, sabe rigurosamente que le gustan los perros y que odia el color amarillo, todo va más o menos bien, siempre y cuando no haya demasiado ruido o alguien pretenda tocarle. Digamos que lo suyo es la razón y no las emociones. Y en este contraste lo que consigue producir es irritación y ternura a partes iguales. Es un personaje redondo de los pies a la cabeza y es por ello que nos arrastra, hasta hacernos sentir que formamos parte de su vida y que quisiéramos zarandearle y abrazarle a partes iguales. Pero estoy hablando de la novela.
En la versión teatralizada de “El curioso incidente del perro a medianoche” hay una coreografía actoral elegante y portentosa, la puesta en escena de Gerardo Vera es un auténtico prodigio, el ritmo es tan frenético como en el cine de acción, hay una entrega total de Álex Villazán, el protagonista, y de todos los secundarios, y no me cabe la menor duda de que la dirección de José Luis Arellano lo ha puesto todo de su parte, pero hay algo que no está y es el silencio que siempre se necesita para llegar a conmover.
Habría agradecido que todo ese movimiento escénico en pos de la tensión dramática que puede requerir el Teatro, hubiera dejado algún hueco para dejarme sentir. Es indudable que aburrirse nadie se aburrió, pero ¿sentir? Es algo muy próximo al colapso nervioso lo que padezco cuando baja el telón, como si hubiera presenciado una persecución de coches, pero no sobrecogimiento. Para eso hace falta algo más de intimidad. O, al menos, un instante de silencio.
Esto me lleva a recordar una obra titulada “Carnaval”, de Jordi Galcerán, otro thriller de acción trepidante, donde el silencio sobreviene en el instante final cuando la protagonista se derrumba sobre una silla y llora durante casi dos minutos. Sin embargo, en “El incidente del perro a medianoche” el epílogo después de los aplausos solo nos cuenta la fórmula matemática del Triángulo de Pitágoras. Y así, sobre el no sentir se añade más no sentir todavía. Si acaso, frío. Hasta producir una distancia emocional casi insalvable.
A pesar de todo, y menos mal, en el aire queda flotando la heroicidad de un chico que sale de los cómodos límites de su casa, su escuela y su barrio para internarse en el mundo de los adultos y sus eternas desavenencias.
Creo que la obra está concebida para llevarnos a la risa fácil; mientras que en la novela lo que sobrevuela es una sonrisa teñida de ternura y tristeza. Y no, no es lo mismo.