Prólogo, debate y epílogo del derecho al voto femenino
El 1º de octubre de este año recordamos que han pasado ya 90 desde que se discutió, en las Cortes Constituyentes de la Segunda República, la extensión de la titularidad del derecho de sufragio activo a las mujeres. Aquel debate giró en torno a la aprobación del que sería el art. 36 de la Constitución de 1931 y tuvo dos protagonistas, un prólogo y un interesante epílogo. El protagonismo se lo ha reservado la historia a las diputadas Clara Campoamor y Victoria Kent. En el momento de la discusión y aprobación del art. 36 eran las dos únicas mujeres ocupando un escaño del Congreso. Pudieron ser elegidas para ello, pero no pudieron participar en la elección de sus compañeros de bancada.
La constatación de este curioso y atípico hecho nos lleva al prólogo de la relación entre mujer y sufragio en la España de inicios del S. XX.
En 1907 la ley electoral, conocida como Ley Maura, había dejado abierta la posibilidad de que las mujeres ejercieran el derecho al voto en elecciones municipales, si así lo llegaba a prever el Estatuto Municipal. El General Primo de Rivera activó esta posibilidad para ampliar su base electoral e incluyó en el cuerpo electoral, el 8 de marzo de 1924, a las mujeres cabeza de familia, no sujetas a autoridad parental ni marital, y que no se dedicasen a la prostitución. La eficacia del reconocimiento del derecho fue sumamente limitada, habida cuenta del contexto dictatorial de aquel momento histórico, pero se dejaron sentadas unas bases normativas que explican el desarrollo posterior de los acontecimientos.
Cuando el 14 de abril de 1931 se proclamó, precisamente tras unas elecciones municipales, la Segunda República española, el Gobierno Provisional constituido por el Comité Revolucionario y presidido en primer término por Niceto Alcalá Zamora, no pudo desandar la totalidad del camino avanzado previamente, ¿cómo se hubiera justificado habida cuenta, además, del activismo femenino en la proclamación de la República?
Aquel Gobierno Provisional tenía como primer compromiso y razón de ser, convocar elecciones a unas Cortes que ostentarían el poder para redactar una nueva Constitución. Un nuevo pacto de convivencia política. Esa convocatoria pasaba por modificar la Ley Maura con el objetivo de reducir el caciquismo y reforzar la representación urbana. Y la modificación se concreta a través de un Decreto fechado el 8 de mayo, apenas 24 días después de la proclamación de la II República. Su contenido tiene una vocación clara: reforzar la base electoral republicana. El decreto modifica, entre otras cosas, el sistema de circunscripciones y la edad de acceso al ejercicio del derecho al voto para los varones, pero también amplía a mujeres y sacerdotes la posibilidad de ser sujetos elegibles más allá de las elecciones locales. Como diría Clara Campoamor en su libro “El voto femenino y yo, mi pecado mortal” (1935), el reconocimiento del derecho de sufragio pasivo, en estas condiciones, no dejaba de ser una “curiosa amalgama” de la que sacaron más ventaja numérica los ocho sacerdotes -de ambos lados del espectro político- que obtuvieron el acta de diputado. El Gobierno provisional no tuvo el coraje de modificar la Ley Maura abriendo el censo a las mujeres aunque nada lo impedía, técnicamente hablando. Temieron darles alas, porque desconfiaban del sentido de su voto y esa misma desconfianza fue la que estuvo presente en todo el debate que llevaría a la aprobación del art. 36 de la Constitución de 1931. No era un problema reconocer el derecho de sufragio pasivo, porque quien controla las listas, controla los nombres que se incluyen en las listas, y esta facultad seguía siendo patrimonio de los señores que dirigían los partidos, agrupaciones o coaliciones políticas. Controlar el derecho a elegir era otra cosa. Eso si era condicionar el uso que de la democracia pudiera hacerse. Eso era, como también dijo Clara “usufructuar la República”.
Del prólogo a la polémica, al debate, pasando por las dos mujeres que lo protagonizaron. Así ha querido recordarlo la historia, como un enfrentamiento entre mujeres por la apertura del derecho de sufragio activo a todas nosotras. Como una pelea entre Clara y Victoria, cuya existencia no puede negarse, pero cuya importancia ha de leerse necesariamente desde los matices del debate. Clara defendió el necesario reconocimiento del derecho de sufragio activo a las mujeres como una cuestión de justicia y de derechos humanos, que debía entrar inmediatamente en vigor tras la adopción de la Constitución. Victoria temía por el éxito del naciente proyecto republicano, y primó el cálculo electoral en su posición política, poniéndolo por delante del reconocimiento inmediato de la ampliación del cuerpo electoral. No negaba el derecho, cuestionaba el momento en que el derecho debía comenzar a ejercerse y este planteamiento ha sido simplificado, de forma en exceso crítica y mordaz, asimilándolo a una negativa. Victoria no negó, pidió tiempo. Pero, en aquel momento histórico tal posición suponía preterir el derecho a la oportunidad. Y Clara convenció a la mayoría de los diputados de que tal preterición haría nacer incompleta a la República. Clara llevaba alguna ventaja en el debate. Ella estuvo en la Comisión parlamentaria redactora del proyecto constitucional, lo que resulta sorprendente teniendo en cuenta la mínima presencia femenina en Congreso. Más sorprendente aún sin pensamos que ninguna fue ponente del proyecto en 1978, a pesar de ser su presencia más numerosa en el hemiciclo. Allí, en Comisión, ya tuvo que dar la misma batalla en un comité más reducido. Conocía los argumentos en contra y tenía los contraargumentos precisos para la discusión en el Pleno. Pero la introducción del precepto en el proyecto (art. 34 en esa fase) ya había sido una victoria que marcaba la senda de los debates sucesivos. Y el artículo salió finalmente adelante.
Pero la victoria del día 1 de octubre de 1931 no fue definitiva. Quedaba el epílogo. Semanas después, el 1 de diciembre, el diputado Matías Peñalba propuso la votación de una enmienda que introducía una disposición transitoria, destinada a retrasar la entrada en vigor del art. 36. De nuevo se abría el debate. De nuevo el mismo temor a dar alas. De nuevo la polémica y sus protagonistas. Y de nuevo la victoria de los argumentos de Clara y el rechazo de la enmienda por 131 votos frente a 127. Su pecado mortal. El que no le perdonó su partido, ni ningún otro. Nunca volvió a ser candidata.
Pero dejó tras ella una Constitución que reconocía el derecho a la igualdad ante la ley (art. 2), la posibilidad de que las mujeres extranjeras casadas con español conservasen su nacionalidad de origen (art. 23), la interdicción de privilegios jurídicos por razón de sexo (art. 25), la igualdad (relativa) de derechos entre hombres y mujeres en el seno del matrimonio (ar. 43), la libertad de elección laboral y la admisión a todos los empleos sin distinción de sexo (arts. 33 y 40), y unas disposiciones legales, aprobadas también en la legislatura en que participó, que reconocían muchos otros derechos a las mujeres, como la facultad de participar en jurados penales, la posibilidad de opositar a notarías y registro de la propiedad, el seguro de maternidad, la posibilidad de participar en asociaciones obreras, o la despenalización del adulterio femenino…un bagaje que se perdería después, durante la dictadura del General Franco, y que no se recuperó en su totalidad en sede constitucional en 1978.
Hoy, en cambio, podemos rememorar el 1 de octubre con la alegría de haber recuperado los anhelos de Clara Campoamor, de haberlos hecho ley casi todos (seguimos con la cuestión de la abolición de la prostitución pendiente) y de contemplar como hemos conquistado espacios que ella no pudo imaginar siquiera.
Queda convivir con la incertidumbre de si es terreno definitivamente ganado, o si es posible perderlo, como perdemos la calidad de las democracias contemporáneas o la extensión del estado de derecho. Yo creo que la pérdida es posible y que debemos aspirar a convertir lo alcanzado en pacto constituyente, transformándolo en un conjunto de opciones políticas fundamentales de la que debiera ser la nueva constitución del siglo XXI. Para que las generaciones futuras, nuestras hijas y nietas, no lean la Constitución sin verse reflejadas, sin entender por qué sus derechos están implícitos en los arts. 14 y 9.2 CE y no explícitos y desarrollados con rango de derechos fundamentales. Sus (nuestros) derechos sexuales y reproductivos, la paridad, el derecho a la integridad física y moral y a una vida libre de violencias machistas, la coeducación, la igualdad plena de acceso, promoción y desarrollo profesional, etc.
Constitucionalizar esos derechos, aquí y ahora, es, como escribió Clara en un artículo para la prensa, ocho días después de aprobarse el art. 36 de la Constitución de 1931, “espíritu de justicia, fino sentido político, exacto sentimiento de la oportunidad”. La oportunidad. Esa que no parece concurrir casi nunca cuando se trata de los derechos de las mujeres. Esa que no surge en el vacío, sino que va ligada a la voluntad política. Esa que surge del diálogo reflexivo y que la sociedad civil está llamada a promover. Para hacer honor a lo avanzado. Para honrar la memoria de las que nos precedieron. Para reforzarnos y prestar nuestra fuerza a las que tienen más dificultades a la hora de ejercer sus derechos.