Las hijas de abril: la madre villana
Siempre me temo lo peor cuando un cineasta masculino se adentra en los territorios de la maternidad y construye un relato, lógicamente desde su mirada, sobre las complejidades de la subjetividad femenina. En pocas ocasiones, que yo recuerde, el resultado ha sido sugerente. Al contrario, abundan los tópicos y los estereotipos, el imaginario consolidado durante siglos por el patriarcado e incluso cuando se pretende ser subversivo – ahí está por ejemplo el caso de Xavier Dolan – se acaba reiterando aquello que parecía rechazarse. Yo, como hombre, me declaro incapaz de captar todos los laberintos que implica personal y socialmente la maternidad. Siento que mi mirada siempre va a estar mal enfocada y va a estar condicionada por mi posición de privilegio. Algo que tuve claro desde que leí el indispensable Nacemos de mujer de Adrienne Rich.
Justamente esa torpeza es la que vuelve a demostrar Michel Franco en su última película, Las hijas de Abril, en la que nos cuenta la historia de una mujer española (esplendorosa Enma Suárez) que viaja hasta Puerto Vallarta (México) cuando se entera de que su hija Valeria, menor de edad, está embarazada. Un punto de partida que sin duda podría haber dado mucho juego para abordar cuestiones tan complejas como la maternidad en las adolescentes, la opción de la interrupción voluntaria del embarazo o los vínculos a veces hasta perversos que se establecen entre la madre y su prole. A lo que podría sumarse el potencial de un personaje como el que interpreta Enma Suárez y que es poco habitual en el cine: una mujer de unos 50 años, autónoma, a la que no vemos depender de hombres y que parece llevar con soltura las riendas de su vida.
La película, sin embargo, cae en uno de los mayores errores que puede cometer un contador de historias – no ofrecernos claves desde las que entender las actitudes de sus personajes – y reincide en lo que es todo un clásico en las miradas masculinas sobre las mujeres. Me refiero a la construcción de personajes femeninos absolutamente descontrolados, incluso histéricos, desequilibrados, a los que vemos moverse solo por presiones emocionales y en el contexto cerrado de sus vidas privadas y familiares. Son mujeres sin vida pública, sin aspiraciones profesionales, sin más rumbo que el que parecen marcarle sus extremas pasiones y, además, condenadas al parecer a vivir la maternidad como un factor crucial de su identidad. En este sentido, la deriva del personaje de Enma Suárez roza el ridículo, porque el director, que también es el guionista, la convierte en una especie de madrastra malvada, sin escrúpulos, y a la que vemos actuar como un potro desbocado sin que entendamos el porqué de sus delirios.
Y, por supuesto, la imagen final, que no desvelaré aquí para no hacer un spoiler, me parece más que cuestionable porque de nuevo vuelve a colocar a las mujeres en la tesitura de entender que la maternidad es no una bombilla sino el faro que ilumina sus vidas. Lo único que, como le sucede a la hija de Abril, parece dotar de sentido a una existencia en la que no sabemos si existen otros sueños o aspiraciones. Eso sí, y es todo un acierto de Michel Franco, lo más positivo de un personaje como el de Valeria es que parece que finalmente ha descubierto que el amor romántico es un traidor. Por algo se empieza.