Hasta la corona del virus – Microrrelatos III
Aquí puedes leer algunos de los microrrelatos que hemos recibido durante el confinamiento por el coronavirus:
MI CONFINAMIENTO
La ciudad está desierta y, cae la lluvia solitaria estos días. No hay niños, niñas pisando los
charcos, no hay risas ni algarabía.
Me asomo a la ventana para escapar de mi soledad absoluta, buscando señales de humanidad.
No hay nadie.
Espero con ansias a que sean las ocho, para sentirme parte de algo más grande que mi soledad,
para sentirme parte de la esperanza, de la gratitud. Aplaudo con fuerza, ¡me siento unida!
Se acaban los aplausos y de nuevo, me quedo vacía. Escucho las noticias con la esperanza
prendida, de que esto se acabe pronto o, ¿acaso estoy dormida? No, no estoy dormida.
Bajo al super, necesito reponer lo gastado. Me inquieto pensando que he de salir a la calle. Es un
sentimiento nuevo. Comprendo que tengo miedo. ¡¿La mascarilla antes que los guantes?!
¡Qué lío!
A ver…¿qué llevo? Las llaves…, el dinero…¡No, dinero no! tarjeta bancaria. ¡Uf, qué mal lo llevo!
Hay soldados en mi calle, ¡seguro que es un sueño! Soledad, tristeza y silencio. Miro a los ojos de
las personas que me cruzo y en ellas veo lo mismo. Desconcierto.
Quiero volver pronto a casa y, despertar de este ensueño.
Trinidad Guirado
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Se me pasan los días volando. El tiempo nunca tubo tan poco sentido. Lo percibo eterno y efímero. No se en que lo ocupo, ni como medirlo.
Ya no me asfixia el encierro. Nunca fue el encierro, quizás la enfermedad. Es confortable, es seguro. Me alivia la improductividad. Me alivia no tener que ser, para nada, ni para nadie. Y sin embargo pienso mucho en serlo. Busco estar. Estar en contacto, estar presente, estar segura y sana, Estar, para no perderme lo que vendrá. Para seguir cuando se acabe. Para cuando la vida le de al play. Pero ahora, ahora nada. Nadie y nada. Todos los días, Todo el tiempo. Solo yo. Tratando se ser suficiente. De ser mi mejor amiga. Mi amante, mi jefa, mi psicóloga, mi madre, mi fisio. Ser todas las que me cuidan y todo lo que me mantiene en pie. Cuerda, viva, sola. Donde no soy para nadie, para respirar. Pero soy para mi, para suspirar.
Paula Miró
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Cuando el amor es ausencia – cuando el silencio deviene palabra – bajo un manto de fina lluvia de un azul intenso, nuestras miradas dialogan a metros de distancia – en el espacio virtual nuestros corazones se abrazan – explosiones en cadena de besos y risas alimentan el alma – cuando el amor deviene ausencia, una prístina luz ilumina nuestra esperanza.
Nieves Alberola Crespo
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EL DÍA QUE TODO CAMBIÓ
- De la noche a la mañana, todo aquello se hundió y unos días después rescataron a tu pobre abuela.
- ¿Pobre? ¡Qué arte! ¡Qué arte, mi abuela! EL terremoto la había pillado en su cuarto, cerca del cofre de los tesoros. Llevaba todas sus alhajas puestas y se había construido un ataúd. Debió pensar: «Puesto que nadie va a enterrarme, me entierro yo como es debido».
Y el ataúd le salvó la vida. Fue ingeniosa, se metió en la caja del reloj de su familia envuelta en una manta gruesa, (el sudario que tenía más a mano) y, encogida como estaba, los cascotes apenas la rozaron, solo rompieron el cristal. También fue valiente y muy lista, pero lo que encontramos ya no era ella. Trastornada por el hambre y el pánico, se había convertido en un ser adusto, incapaz de sonreír. Y, a pesar de todo, feliz. Feliz a su manera, disfrutando al contar su historia una y otra vez a los forasteros que llegaban al pueblo para verla. Orgullosa de su fama, ella a la que nunca, nadie, había mirado dos veces.
Joaquina Fernández Montuenga
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Pese a su proverbial paciencia, después de muchas décadas tolerando estoicamente en su cuerpo la presencia de aquel virus, se vio finalmente obligado a adoptar medidas. No le resultaba fácil, porque en cierto modo lo amaba como a una parte más de sí mismo. Pero aquel engorroso huésped ya no solo le causaba regularmente pequeñas incomodidades, sino que había llegado a amenazar seriamente su supervivencia. Cuando asumió, por fin, que la convivencia entre ambos era imposible, decidió tomar cartas en el asunto. «Esto ya pasa de castaño oscuro, ¡me tienes hasta la coronilla!» —dijo entre sí. Tras varios intentos fallidos, justo en el momento en que aquel agente infeccioso estaba a punto de terminar con su vida, logró dar con una medicación que limitaba la acción del invasor. No llegaba a eliminar la infección, pero durante un par de meses cada año le daba, al menos, un respiro y le permitía recuperarse y continuar existiendo. De este modo, siguió albergando al virus, al que en el fondo quería como se quiere a un hijo rebelde, a la vez que se protegía de su ingratitud. Así fue como el planeta enfermo evitó su destrucción y pudo continuar siendo portador de todo tipo de vida. Incluido aquel virus que, el pobre, a día de hoy sigue creyéndose la víctima de un destino perverso cuando, año tras año, permanece temporalmente inmovilizado gracias al efecto de la medicación.
Elisa Martínez Salazar
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Había empezado a quedar con sus amigos. Yo le insistí mucho al respecto: “Tienes que relacionarte, andas todo el día pegado a mí y eso no es bueno”.
Estaba contento con ellos. Venían a casa cada vez con más regularidad. Habían creado un clan en la misma aplicación de juego on line y formaban una especie de familia. Quedaban para echarse sus partidos de fútbol, ahora que usaba un alzador en su pierna más corta y ya no se lesionaba. Incluso iba con ganas a sus clases de natación.
Sus ojos, sin embargo, se fueron entristeciendo…
La piel, cada vez más blanca.
Perdía el interés en jugar con sus amigos, en hablar con su padre, con sus abuelas, con sus primos…
Las risas se le apagaban en la garganta.
Hablaba con añoranza de la piscina y sus palabras eran como esa frase que al borrarla deja herida en un cuaderno.
Un día lo descubrí con la mirada perdida en el techo, a la espera de que el blanco se tornase en azul cielo:
- ¿Cómo te sientes?, le pregunté.
- Como muerto, me respondió.
Comprendí entonces, consternada, lo que la pandemia le hacía a mi hijo. Le estaba robando su vida.
Carmen Pombero
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COMO EL VIENTO
Hablaba contigo por teléfono cuando de repente oí un ruido como de un portazo.
Atravesé el pasillo para comprobar que no había sido el viento y al asomarme al balcón vi al perro de la vecina aplastado, sangrando y aullando en mitad del patio comunal.
Se había suicidado.
Ana Badenes Marzal
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GOTA FRÍA
Comparto o metro e medio de ancho do meu balcón co romeu e a gardenia que, debido ás atenciós que lle adico estes días, están máis frondosos que nunca. Saín atraída polo balbordo de grilos e chicharras que chegaba ao meu cuarto a través da porta aberta, anunciando unha noite case estival. A temperatura é tan agradable que decido poñer alí unha cadeira e gozar da paz da noite, por primeira vez en moito tempo, desafiando a evidente falta de espazo. Con bastante esforzo, consigo o meu propósito e sento por fin, cun café na man, no balcón reconvertido en palco do Teatro Principal. Apenas uns minutos máis tarde, unhas voces interrompen o espectáculo. Unha improvisada reunión veciñal aos meus pés enche a noite de estridencias. Non respectan a miña paz, non respectan a distancia de seguridade e, o que é peor, non respectan o marabilloso concerto. Molesta, maldigo mentres volvo a meter a cadeira no cuarto e decido regar as plantas, por facer algo. Boto abundante auga ao romeu e volvo a encher a regadeira. A terra non pode con máis, pero insisto e a auga comeza a rebordar. Continúo vertendo mentres observo como comeza a escorregar polo chan. Entro no cuarto e pecho a porta. Escápame un sorriso malicioso cando oio os berros que me indican que xa notaron as primeiras pingas.
Eva Gutiérrez Alonso
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Hoy como un día más en este avatar inesperado de la cuarentena, durante media hora voy caminando desde casa al Hospital, mi lugar de trabajo. Nunca antes ese recorrido nocturno fue tan solitario siendo aún las 21’15, apenas me entrecruzo con alguien paseando a su mascota u otros que al igual que yo deben disponer del salvoconducto que les autoriza a transitar en la calle, por pertenecer a un Servicio Esencial.
En ese sentido me considero afortunado al tener un motivo justificado para poder salir a trabajar además de ir a hacer la compra. Si bien eso si, con el tiempo suficiente para andar sin prisa pero sin pausa y disfrutar del trayecto, el único ejercicio que me propuse hacer tiempo atrás. En casa y debido al confinamiento parcial del que dispongo, ya procuro distribuir el tiempo entre el arte (mi segunda actividad) y las tareas domésticas.
Mientras camino, no puedo evitar acordarme de ciertas películas de ciencia-ficción con un paisaje urbano similar, las calles casi totalmente vacías debido precisamente a la pandemia, en este caso la realidad consiguió equipararse. Vaya, veo acercarse un coche patrulla de la Policía y me acabo de dar cuenta que no llevo el salvoconducto, se me olvidó en el bolsillo del impermeable que llevaba ayer. Parece que dudan si interrogarme o no… Pero ya se van, me he librado por los pelos. Mañana debo acordarme de llevarlo en la mochila.
Luis González Boix
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FUE EN PRIMAVERA
El día amaneció gris, envuelto en una atmosfera enrarecida. Millones de partículas invisibles acechaban las casas, esperando capturar el despertar de los dormidos. Sin saberlo, dejamos que entraran en la intimidad de las alcobas, en las cocinas y en los patios donde jugaban los niños, hasta que fue tarde y la tristeza corrió sin control por las calles. La noche negra apagó nuestros sueños.
Pasó el tiempo y un día la tormenta gritó, rasgando el cielo y llovieron deseos. Algunas de nosotras, las más intrépidas, intuimos que quizá nuestra oportunidad para sobrevivir era atrapar los deseos húmedos. Otra gente, sesuda y desconfiada, escondida en torres de cristal se encerró con siete llaves.
Nos pusimos manos a la obra: deshicimos el cúmulo de palabras retorcidas amontonadas en los portales, plantamos cuentos en los jardines, dibujamos en el suelo el mapa de los buenos deseos, escribimos palabras azules en las paredes y reunimos el canto de los pájaros en nuestras manos.
Cuando amaneció el aire era limpio, el agua de la lluvia se había llevado la contaminación y la muerte. El viento mecía las hojas, los niños reían y la gente conversaba cogida de las manos. Y los necios, que dudaban de los sueños, abrieron tímidamente las ventanas.
Rosa Pastor Carballo
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