Hasta la corona del virus – Microrrelatos II
Aquí puedes leer algunos de los microrrelatos que hemos recibido durante el confinamiento por el coronavirus:
LA FAROLA CONTAGIADA
Se oían aplausos en forma de pájaros libres. Se descubrían luces en movimiento que casi cegaban sus ojos mientras tañía sin cesar y con saña la campañilla que le habían traído aquellos Reyes de Magos de sus cuatro primeros años. Mientras tanto, en el parque cercano, una farola tosía luz, mientras intentaba, casi en vano, que su temperatura subiese hasta cuarenta, mirando en derredor a sus homónimas que respiraban con dificultad la noche.
Mª del Pilar Martín Faure
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De vez en cuando la percibíamos como una sombra tras los cristales de su ventana, al otro lado de la calle de Valverde -aquella que inmortalizó Max Aub en una novela que reconstruye la vida de Madrid en los años veinte-. Ocultas tras las cortinas, a una hora temprana de la mañana, veíamos cómo acudían decenas de golondrinas a su balcón, donde ella les ofrecía comida todos los días en unos graciosos recipientes decorados con dibujos de flores. Algunas veces ella las animaba a trinar con hábiles silbidos, y entonces las aves armaban tal algarabía que más parecía que celebraran un reencuentro con mucha jarana y regocijo. Siempre era agradable escuchar sus trinos, más aún durante los largos días de confinamiento que impuso la pandemia. Pero una tarde observamos un fenómeno extraño al otro lado de la calle… Habían concurrido tantas aves a una hora inusual que se las veía a unas, apelotonadas sobre la reja del balcón, y a otras se las adivinaba dando saltitos dentro de la casa. Fue tal la curiosidad que despertó en nuestra calle ese comportamiento pajaril, que decidimos llamar a las autoridades por si le hubiese pasado algo a ella. Efectivamente, la encontraron inconsciente y medio muerta. Una corte de golondrinas siguió a la ambulancia en que se la llevaron. No volvimos a vislumbrar su sombra, ni tampoco a escuchar el canto de sus amigas en primavera, pero de vez en cuando las vemos posarse tímidamente en su balcón, como a la espera…
Liliana Pineda
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REFLEXIONES DESDE EL CONFINAMIENTO
«Cuando un hombre está desesperado, significa que todavía cree en algo». No sé dónde he leído la frase, ni quién es su autor, pero estos días de confinamiento, me ha venido desde el recuerdo en varias ocasiones. Recibo mensajes de todo tipo, de ánimo, de esperanza, de enfado… Yo todavía no siento nada. Estoy en shock, sin reaccionar. Permanecer en casa es un lujo para quien, como yo, no para en ella mucho tiempo. Disponer de horas para usar a mi antojo, acostumbrada a tener la vida pautada, es un lujo. Añoro la cercanía de la gente que quiero, los abrazos con los usuarios del centro de salud mental, que nos recargan de energía positiva, las charlas con las amigas compartiendo un café o un té.
Tengo la sensación de que un dedo gigante y poderoso ha pulsado el botón de stop y el mundo se ha detenido. La aceleración que nos movía a un ritmo delirante ha cesado. Ya no hay que correr para hacer nada ni para llegar a ningún sitio. Es el placer de vivir en calma, en un sosiego extraño, alterado por el conteo incesante de infectados, de muertos. He salido a comprar y la calle me parecía diferente. Todos íbamos cargados con bolsas de comida, sonámbulos en fila india, silenciosos. La realidad ha mutado de repente. Quizás, cuando esto acabe y echemos la vista atrás, digamos como Camus en su novela La peste: «Todo aquel tiempo fue como un largo sueño».
María Dubón
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NÚMEROS
Día 13 de reclusión. Amanece, que no es poco.
Planazo para hoy. 12 pasos al servicio. 14 pasos hasta la cocina donde hago zumo limón girando 5 veces la mano en el exprimidor. En el balcón consigo hacer 3 flexiones, un 50% más que ayer. Pongo la lavadora en el programa corto de 15 minutos. Voy a controlar el tiempo real con el cronómetro del móvil porque no me fío de esos 15 minutos. Subo las escaleras hasta el piso de arriba; 17 escalones, 9 para un lado y 8 para el otro. Iba a hacerlo 20 veces pero me duelen las piernas y no puedo respirar, así que lo dejo para mañana. Me ducho frotándome la cabeza 16 veces y me lavo los dientes acariciándolos con 11 repeticiones. Me acerco a la lavadora. Al tercer pitido paro el cronometro; 14 minutos 19 segundos. Tenía yo razón, no eran 15 minutos. Calculo mi respiración. 24 inspiraciones en un minuto. El pulso dice que el corazón ha disfrutado de 17 latidos en 15 segundos. Miro cuántas cadenas tiene la televisión: 67. Como masticando en 126 ocasiones y la siesta dura 72 minutos. Durante la tarde leo 43 páginas de 3 libros diferentes, escucho 16 canciones y a las 20 horas en la ventana doy 96 aplausos durante 3 minutos 18 segundos. Al ir hacia el cuarto a dormir me encuentro con un calcetín negro olvidado. Pongo de nuevo la lavadora, enciendo el cronómetro.
Y mañana día 14.
Pablo Hernández Cano
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OPORTUNIDAD
Me asomaba todas las mañanas a hacer la primera foto del día, como el protagonista de Smoke y, en los últimos días, antes del confinamiento, a ver crecer mis caléndulas enanas. Nunca vi a nadie.
Pero cuando empezó la cuarentena, conocí a mis vecinos de la parte de atrás: el niño que da vueltas a su minúsculo patio con un avión de papel que nunca tira; la pareja joven que se inventa algo nuevo que hacer cada día; las amas de casa que tienden coladas interminables; la chica que tira la colilla por el balcón haciendo pinza con los dedos…Veo gente coser al sol, mirar el móvil, jugar al parchís o a las cartas, hacer gimnasia, cortar el pelo, leer, arreglar bicicletas, pintar de malva el muro de separación …
Me he dado cuenta de que, en mi patio trasero, ¡hay vida…!
Aída Herreros Ara
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Sueño como Segismundo soñaba su vida. ¿Hay un despertar a la libertad como hay un despertar a la vida, a esa vida eterna de la que hablaba Calderón? Creo que habrá un despertar a la libertad.
Despertaremos – si no todos, sí la inmensa mayoría – a una libertad que se teñirá de formas, ondas, fibras, capacidades distintas a como se ha teñido hasta ahora. Será un ser proteico al que casi habrá que rendir culto u odiar pues ha segado vidas, ha hecho nacer el germen del pánico, nos ha hecho recelosos, odiosos y odiados, nos ha roto, nos ha recluido en los confines de nuestra mente, nos ha hecho zombis de las noches más solitarias, nos ha vapuleado, nos ha obligado a replegarnos como se repliegan los animales en sus escondrijos cuando tienen miedo; hemos cerrado nuestros pétalos, hemos echado espinas en el alma. Es difícil esconder la cólera.
Vivo como el varón rampante, en dos mitades, difícilmente reconciliables. Vendrá una nueva vida, hecha de abrazos telemáticos. Se acabó la vida que anunció su suicidio el 14 de marzo y que se colgó por las paredes y que se escondió en las alcantarillas de pura vergüenza que le daba y que desertó cual soldado ruin y ha venido otra a suplantarla. Con qué astucias se ha colado, con qué mañas se ha quedado. Ay, coronilla, corona, coronavirus. ¡Hasta la corona del virus!
El otro Peter
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DE ÁNGELES Y ESTRELLAS
Con idéntico arte al que empleaba transformando los jerséis que se me quedaban chicos en chalecos o las sobras de la comida en formidables manjares, agarró el imán y lo acercó al cogedor, moviéndolo en círculos sobre la nube de escombros minúsculos que acababa de atrapar con su escoba en la terraza. Deslizó parsimoniosamente el pulgar sobre el serrín adherido a uno de los polos. Poco a poco, una delicada lluvia de motas de polvo impregnó mi palma extendida, ávida por cerrarse y atrapar aquellos objetos microscópicos que una vez fueran sintetizados dentro de un laboratorio prodigioso, en los confines de nuestra galaxia. Hace millones de años, me explicó mi madre, aquellas briznas metálicas habían latido en el corazón de alguna estrella, ignorantes de la tragedia que las escupiría tan lejos de su hogar y las acercaría hasta mi mano. Cerré los ojos poniendo a buen recaudo mi tesoro en el bolsillo del pijama. En una semana la enfermedad cedería y tendría fuerzas, y argumentos renovados, para volver a la carga con mi profesor de lengua. A la espera de que pueda decírselo a la cara, porque mi colegio permanece cerrado, le escribiré un correo electrónico. Me da igual lo que piense ese saco de polvo estelar inmenso, la profesión de mi madre es maga.
Laura Urbina Muñoz
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LA ANTIGUA CEREMONIA
Cada atardecer, cuando el sol se oculta, salimos de nuestras cabañas y comenzamos a batir las manos en un hermoso concierto que se alza hacia el cielo lleno de aves que trenzan sus plumajes en encantadora acrobacia.
Nadie conoce el origen del ritual. Es tan antiguo que ignoramos por qué ni cuando comenzó. Se ha transmitido de generación en generación durante siglos. La llamamos “La antigua ceremonia”. Muchas personas creen que se trata de un rito ancestral para despedir al sol y pedirle su retorno. Otras han escrito ensayos sesudos, buscando peregrinas explicaciones que a nadie convencen.
El musical aplauso, acompañado de danzantes portando vestimentas y máscaras blancas, se desarrolla durante el tiempo en que el disco solar va desapareciendo tras el pico de nuestro monte Corona.
Luego volvemos a nuestros hogares, leemos, escribimos, contamos cuentos con la abuela y los tíos, construimos juguetes para nuestras criaturas, jugamos con ellas, cenamos, reímos, charlamos con amigos y vecinos, y dormimos esperando un nuevo día, un nuevo sol, una nueva esperanza.
Antonia Bueno Mingallón
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PANDEMIA
Afuera, la tierra enferma, agonizando de Coronavirus, llora tormentas, con el corazón roto por su genocida mano, intento desesperado porque todo cambie, por salvarse a sí misma.
Adentro, los confinados humanos, sin poder por más tiempo escapar de sus propios demonios, creen ciegamente en los ángeles vestidos con bata y contadas mascarillas, aplaudiéndoles cada día en la distancia.
Vencedores y vencidos , el momento es ahora. Ya siempre será ahora.
José Pascual Pons
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LAS 19.58
Lo mirarás por última vez, ya sin odio, solo con hartazgo y pena por una vida tirada a la basura. Él, borracho como cada tarde de los últimos cincuenta años, boca arriba sobre el sillón que estos días le sirve de bar, roncando ya pero aún despierto, con ese gesto de rabia contra todo y contra ti. Y te sorprenderá la ironía de que haya tenido que parar el mundo para que tú te muevas. La tragedia de esa pobre gente que cubrirá la tuya, porque nadie se molesta en buscar un crimen entre una montaña de cadáveres. Porque no será más que otro anciano que no consiguió respirar. Un viejo cuyos quejidos desesperados quedarán sepultados bajo un aluvión de aplausos. A las siete cincuenta y ocho de la tarde.
Bea Marín
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