Hasta la corona del virus – Microrrelatos I
Aquí puedes leer algunos de los microrrelatos que hemos recibido durante el confinamiento por el coronavirus:
Nos quedan pocos minutos para el colapso total. En la última semana hemos visto caer el 4º A, la señora del sexto no responde ya, y no tenemos contacto con el resto de vecinos desde hace varias horas. No hay nadie. Estamos solos. Mi hijo me ha dicho que quedan pocos minutos, y todo estará perdido, ya no puede hacer nada más para salvarnos…
Ya tenemos wifi de nuevo.
Miguel Gallego
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Son las tres de la madrugada. Estoy en el balcón, mirando las calles desiertas. Necesito respirar. Al fondo de la avenida, veo un punto rojo que se acerca, se acerca cada vez más: ¡es una niña! Pero… ¿qué hace sola, en la calle, de noche? Se para frente a mi casa, me mira y… ¡oh, Dios mío! Justo en ese momento, desperté. Mi chaqueta roja aún estaba allí.
Nieves Álvarez Martín
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Domingo. Noveno día de encierro. Esta mañana le he echado imaginación y he pensado que no pasa nada, que es un día normal, domingo normal, sin coches, sin atascos. Hasta dentro de un rato podré vivir esa ilusión, hasta que llegue la hora en que las calles se suelen llenar de familias con o sin niños, con o sin perro, con o sin motivo para estar en la calle. A última hora de la tarde he bajado la basura y he decidido hacerlo por las escaleras. Supongo que eso no se considera salir, no creo haber roto las normas ni me siento insolidaria. Si me encuentro con algún vecino, es lo mismo que si me lo encontrara en el ascensor cuando ambos bajamos la basura. Seis pisos de bajada y seis de subida, con paraditas en los descansillos para observar mi entorno. El tramo de escalera de subida y el tramo de bajada. Las vistas de la calle desde las ventanas de los descansillos son las mismas que desde mi ventana, pero me ha hecho mucha ilusión la nueva perspectiva.
Ana Laserna Bueno
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Era nuestra oportunidad: a Pedro le pilló el estado de alerta en mi casa y a mis padres en el pueblo con mi abuela. Con lo único que debía tener cuidado era con la tele llamada que me hacía mi madre todas las mañanas para ver qué tal estaba. Así que avisé a Pedro para que estuviera al loro, no fuera que mi madre le viera por algún ángulo. Estábamos tan felices. Habían pasado quince días y el estado de alerta duraría otros quince.
– Paquitaaaaaa, reina mía, trae papel higiénico que se ha terminado.
En ese momento hablaba con mi madre.
– ¿Quién grita tanto, hija? ¡Vaya voces!
– Es el vecino, mamá.
– Pero ha dicho tu nombre.
– Paquitaaaaaa, ¿me oyes? Que no hay papel higiénico.
– Te vuelve a llamar, ¿es Pedro?
No hizo falta que contestara, porque Pedro apareció en la cocina, sin pantalones a buscar el papel higiénico y mi madre lo corroboró por un ángulo de la imagen.
María Luisa García-Ochoa Roldán
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TIEMPO DE SILENCIOS
No hay música sin matices ni silencios.
Como en una gran sinfonía, al escucharla embriagan los fortísimos, pletóricos en su alarde de timbales y vientos, y orquesta toda, cuando pide el maestro el máximo vigor y fuerza a cada cuerda. Pero la piel se eriza, el corazón se encoge y hasta las lágrimas se contienen, sobre todo, en los pianísimos más delicados. Es entonces cuando se hace necesaria la mayor concentración para conseguir la expresividad mayor con la máxima contención. Y hay que respirar más a fondo que nunca, los cantantes lo saben, para ejecutarlo bien, para que haga vibrar y emocione, a todos los corazones, incluso al tuyo.
Como en una gran sinfonía hay que sumar cada inspiración, cada acorde que llega, desde los completos, fáciles y atractivos, hasta los disonantes más extremos. Escuchar aislados cada uno de ellos, entenderlos, y esperar al que luego completará y resolverá la melodía.
Y como en una gran sinfonía, son vitales los silencios. Los pequeños y constantes, necesarios. Pero, sobre todo, los que se añaden para engrandecer la pieza, los sublimes, los de gran calderón que consiguen que todo el todo el auditorio contenga la respiración, sobrecogido y a la vez, y tome aire también al unísono, en el siguiente acorde.
Estamos en tiempo de pianísimos y de silencio de gran calderón. Toca componer la parte de la sinfonía que más emocionará. Toca respirar para integrar. Toca respirar a la vez.
Pero llegara el siguiente acorde. Seguimos componiendo.
Marian Txo
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NO ES MOCO
No puedo soportar un minuto más. No sé cuántas horas llevamos juntos, topándonos en los umbrales, sintiendo tu roce al entrar a la pieza. No soporto tu resuello mientras ves las noticias con los muertos que sacan de las casas y las colas infames para comprar detergente.
– Es mejor que le pongamos fin a esto. Nuestra relación se ha vuelto irrespirable – digo.
Entonces veo como el primer nematodo aparece, tímido, indeciso, por uno de los orificios de tu nariz.
OTIS
El ascensor se detiene entre pisos. Frenética, me paseo por el cubículo, diciendo «no, por favor, encerrada aquí no, hoy no». Hundo el dedo hasta hacer sangrar el botón amarillo de Emergencias. Lo oigo sonar, apuñalando el silencio. Se escuchan vagos murmullos funcionarios. Algo relativo a un cable roto, a un repuesto demasiado caro, a la imposibilidad de venir en cuaren… En este día, en que he hecho el amor por primera vez en este día en me he quedado sin adjetivos, se corta la luz, se corta la vida, se corta la circulación, qué manía, todo se corta y the end.
Nada que hacer. Olvidé hace cuánto que no he salido. He perdido todo el contacto con el género humano. Cae la nieve y no hay comida. Salir es contagiarse. Subo a mi pieza y miro por la ventana. Escribo una canción de amor para mi verdadero amor. Se la envío con un mensaje: «Esta canción eres tú».
–Gracias, es muy linda, – responde mi verdadero amor.
Esa tarde, mi verdadero amor le envía la canción a su verdadero amor, con un mensaje: «Esta canción eres tú».
–Gracias, es muy linda, – responde el verdadero amor de mi verdadero amor.
Esa tarde, el verdadero amor de mi verdadero amor se la envía a su verdadero amor con un mensaje: «Esta canción eres tú».
–Gracias, es muy linda, – respondo, esa tarde, al recibir el mensaje.
Ana María Del Río
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Sin pensárselo, salió al rellano. No podía soportar ni un minuto más aquella situación de reclusión que -aseguraban- la mantendría a salvo de la muerte.
El miedo y la ansiedad se habían convertido en fieles compañeros. Seguramente su sistema inmunitario se encontraba bajo mínimos. Pero aun siendo conocedora de las prohibiciones, se abalanzó escaleras abajo con su bebé en brazos.
Y salió la calle.
Allí, con sus pies descalzos sobre la acera, se sintió libre. Más libre que nunca.
De repente fue consciente de la situación. Varios vecinos la observaban con asombro desde sus ventanas y comenzó a oír gritos que la conminaban a regresar a su hogar: era la voz de su marido.
“¿Pero qué estoy haciendo? ¿Me he vuelto loca? No sé qué me ha pasado…” – se reprochó.
“¿No sabes qué te ha pasado?” – respondió una voz desde un rincón de su inconsciente.
Entonces levantó la mirada y haciendo un ademán, que acalló tanto los alaridos de su pareja como las peticiones vecinales de que bajase a buscarla, gritó: “¡No tienes valor!”.
Girándose, comenzó a caminar -en pijama y en pleno estado de emergencia- hasta que en una plaza desierta al fin dio con un coche patrulla. Ahí fue cuando, sonriendo, susurró a su niña: “Amor, el virus que había colonizado nuestras vidas ha perdido su corona”.
Y dirigiéndose a los agentes anunció: “Quiero poner una denuncia”. Así, mientras el mundo asistía horrorizado a los estragos del Covid-19, ella no pudo evitar decirse: “Todo va a salir bien”.
María Villaverde Alfonso
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La mire a los ojos, entrelazamos las manos , y allí se quedo en su silla de ruedas.
No me di la vuelta, camine hasta la salida como pude, fueron los 30 metros más largos y dolientes de mi perra vida.
Y ahí la deje , no se si podía hacer otra cosa. Me dijeron, me digo a mi misma.
Me entregaron un lienzo blanco, una semana después, un lienzo al que ni acercarme podía.
Y ahí la dejé, nuevamente la deje.
Qué sola se quedo la viejita, qué vacía y desolada estoy y ocupo las horas intentando revivir momento a momento su mirada en mi espalda, la última caricia, el beso en la mejilla.
Cuánto tiempo mi memoria permitirá la vivencia de eso momentos, intento mantenerlos, aferrarme a ellos.
Este virus me ha pillado desprevenida, si hay un próximo.
A nadie le entregaré mi vida, me abrazaré sola, respiraré fuerte, oiré mi corazón y me prometo a mí misma que tan sola, tan desolada, como te deje mamá, no me dejaré.
Patricius
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IN MEMORIAM
Vivo en el jardincillo de las personas lentas. Las llamo así porque en esta gran casa también hay personas rápidas, pero no viven aquí. Van detrás de las personas lentas y les hablan muy alto, tanto que me duelen los oídos y las personas lentas mueven reposadamente la cabeza y obedecen, se van o se cambian de lugar de la sombra al sol.
Hoy no están las personas lentas. Ellas me alimentaban. Cuando salían calmadamente de un gran cuarto bullicioso con aromas apetecibles, se sentaban en grupo en el jardincillo y me daban toda clase de migas, algunas dulces y otras saladas, riéndose entre ellas y hablando conmigo que no entendía nada y picoteaba contento.
Un día no salió la rubia que me traía avena, y al otro día no salió el alto y flaco que tosía mucho, al día siguiente salieron todavía menos personas lentas. Un gran carro negro se llevaba unos bultos envueltos en telas blancas. Las personas rápidas corrían de un lado a otro con las caras cubiertas y las manos azules. Hasta que no salió ninguno más y me quedé sin comida.
Felizmente ha empezado la primavera y podre buscar mis alimentos en el jardín. No soy capaz de volar mucho porque estoy obeso de tanta comida que me dieron las personas lentas, no olvidéis que gracias a ellas pasé el invierno y ahora sé que RESISTIRÉ.
Sara Arnez Cuentas
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Es mediodía, estoy preocupada por mi madre –vivimos lejos geográficamente, muy cerca en cariño–. Me dolería infinito que se contagiara de coronavirus y no pudiera atenderla como se merece. La llamo, por quinta vez hoy, necesito decirle que debe venirse aquí.
–Mira, hija, yo tenía tres años al comienzo de la guerra y seis cuando terminó. Aprendí temprano que había que ponerse a salvo si el miedo sobrevolaba junto a aquellos aviones que cruzaban un cielo limpio que no podíamos disfrutar porque debíamos huir hacia el refugio que más cerca pillara… Tiempo después, cuando el miedo, solo, invadió las calles, la casa se convirtió en la mejor trinchera para sentirnos protegidos dentro, y donde aprendimos a domesticarlo para fuera. También al hambre aprendimos a domesticarla: el pan era escaso, y teníamos que medirlo tanto…, incluso había quien recogía las cáscaras de patatas, que otros tiraban, para cocerlas y poder comer. Sí, la casa era la gran trinchera que nos salvaba del mal; ahora sigue siéndolo, pero mejor dotada. Así que no temas, mi niña, sé cuidarme. Y frénate con las llamadas, que estoy queriendo contactar con tres oeneges para aumentar mi cuota de colaboración, porque intuyo que tanto miedo desbocado por este enemigo cercano cercene las ayudas a los afectados por el virus de la injusticia allá lejos, y mueran más sin pan y sin camilla – responde.
–Sigue cuidando –le digo.
Me sacudo el miedo… Un objetivo antiguo rompe la urna del olvido y, contagiosamente alegre, se me reengancha.
Rosa Campos Gómez
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