Cuánta vida en la muerte
La tumba de Antígona, de María Zambrano, en la versión de Nieves Rodríguez Rodríguez y Cristina D. Silveira (Karlik teatro danza), socias de Clásicas y Modernas.
Los esfuerzos por reclamar la paridad y una mayor cuota de creadoras en espacios culturales como el Festival Internacional de teatro clásico de Mérida siguen siendo vitales para la escena en igualdad. El espacio de los encuentros de creadoras a cargo de Clásicas y Modernas e impulsado por Margarita Borja con el apoyo del festival, cuya última edición coordiné, supone poner el foco en la necesidad de apostar por más espectáculos liderados por mujeres creadoras en la programación del festival. Este año, además de la Tumba de Antígona, se han visto los espectáculos Safo, de Christina Rosenvinge, Marta Pazos y María Folguera, Sheheresade, bailado y dirigido por María Pagés o Minerva, de Assumpta Serna y Scott Cleverdon.
El festival Internacional de Teatro Clásico de Mérida ha estrenado en la programación de esta 68 edición, La tumba de Antígona, un texto llevado a la escena en pocas ocasiones, dada su complejidad, aparente inacción y trasfondo filosófico. Solo conocemos dos representaciones de la obra. Su estreno en 1990, por la compañía María Zambrano, en Málaga; la segunda, en 1992, en el festival de Mérida, a cargo de la compañía de la actriz Victoria Vera, con versión y dirección de Alfredo Castellón.
María Zambrano decía que Antígona le hablaba, así ocurrió a lo largo de los muchos años en los que la filósofa pensó acerca del mito hasta que descubrió que estas primeras palabras “Nacida para el amor, he sido devorada por la piedad”, se las decía la hija de Edipo. En su exilio en La Habana publicó en la revista Orígenes el ensayo “El delirio de Antígona” (1948). Pasarían diecinueve años hasta la publicación de La tumba de Antígona. Devorada por la piedad al querer enterrar a su hermano Polinice y condenada por su tío Creonte por revelarse contra la ley de la ciudad, Zambrano plantea un arranque distinto a la tragedia sofocleana. Si en la obra clásica Antígona se suicida en la cueva donde Creonte la encierra, en La tumba de Antígona, Zambrano la sitúa enterrada viva en el sepulcro como símbolo del renacer. Como Margarite Yourcenar señala en “Antígona o la elección”[1], nadie puede matar a la luz; sólo pueden sofocarla. Antígona sufrirá el delirio de su historia y la de sus antepasados (su padre ciego Edipo, también hermano mayor; su madre Yocasta, que engendra incestuosamente sin saberlo a su padre-hermano Edipo; sus hermanos enredados en guerra fratricida), hasta alcanzar un estado de conciencia superior, “cuánta vida en mi muerte”, dirá. Vivirá a través de sus delirios y sueños en la tumba que es también nido, cuna, casa. Aquí encontramos la primera clave del pensamiento zambrariano, la experiencia del horror (exilio, destierro, muerte) como oportunidad para el renacer de la conciencia. Antígona dialoga con la tumba, “no me arrojaré sobre ti como si fueras tú la culpable” dice, transformando el horror de la noche y la connotación negativa que conlleva, en una oportunidad para alcanzar la luz. Idea muy similar a “amo mi exilio”[2], o el exilio como patria. Una segunda idea que atraviesa el sentido global en esta versión es su delicadísima percepción de que los hombres no escuchan. Porque ella necesita escucharlo todo para comprender, oír hasta las piedras que albergan su tumba para alcanzar un mayor conocimiento de la verdad. En la escena con Creón la idea alcanza su plenitud, cuando el rey le pide que salga de la tumba y Antígona le explica las razones por las que va a permanecer allí; él no quiere oírla. Creón apela a una justicia injusta, le pide salir de la tumba para ser asimilada por el poder y colgarse así la medalla de la falsa piedad, en una metáfora sutil del abuso del poder. Con la Harpía parece por momentos que se trata de un desdoblamiento de su conciencia en la de la araña, que como reflejo especular establece un conflicto consigo misma imaginando las acciones que pudo emprender para evitar la condena, además de lamentar la oportunidad del amor con Hemón. La Harpía la acusa de no escuchar, de no escuchar-se en esa imagen desdoblada. La dialéctica se resuelve al acusar Antígona a la razón, alegoría representada en la Harpía, de ser “la araña del cerebro”[3] ignorante de la pasión, el sufrimiento o la vergüenza. Y la tercera idea fundamental proviene de Polinices que desea “que toda la historia se acabe y que comience la vida, la vida sin historia en la ciudad de los hermanos”. ¿Y acaso no esa la vida soñada por Zambrano tras traspasar el umbral del exilio?
La dificultad de la poner en escena La tumba de Antígona arroja cuestiones relativas a la forma y la estética. He comentado los temas e ideas de la obra, conocemos la trama mítica, he situado el trasfondo filosófico, pero ¿cómo interpretar el delirio de Antígona en escena?, ¿cómo comunicar escénicamente la densidad filosófica de aquella razón poética de la autora? En el espectáculo confluyen numerosas capas en las que intervienen los lenguajes de la danza contemporánea, la video creación, la música y la palabra. Una palabra a la que Zambrano le dedicó su vida. Para ella la palabra es el origen de todo y ello entronca con su inquietud por el personaje de Antígona y el concepto del mito, vocablo (mythos) que designa en un primer momento a palabra, esa palabra que ordena e interpreta y hace inteligible el mundo. La palabra que pone orden al caos. Y así construye la filósofa la obra, como un viaje desde el caos y el desorden que para ella supone el final trágico de Antígona, que no se suicida como en la obra de Sófocles, sino que queda sepultada en vida delirando su muerte, al conocimiento e iluminación. Una suerte de viaje místico o confesión que alcanza momentos de fulgor o iluminaciones cuando su conciencia toca los conceptos de tiempo, poder, ley o designio divino, para comprender los conflictos morales y en definitiva, la verdad que le atormenta.
Mucho habría disfrutado Zambrano con la puesta en escena de Cristina D. Silveira y versión de Nieves Rodríguez Rodríguez en el teatro romano de Mérida. Ambas se hacen las preguntas que ocupaban la creación y pensamiento de la filósofa. La dramaturga enriquece con nuevos matices la versión, aporta una novedosa estructura que ayuda a la progresión dramática, añade extractos y textos de manuscritos de Zambrano, ocupada muchos años en indagar cómo dialoga el mito trágico de la casa de los Labdácidas, con temas del siglo XX como el exilio. Silveira pone en escena, en el sentido más literal, las palabras de la obra. Construye a través del movimiento escénico y la danza todo un juego de reflejos en imágenes acompañadas de una potente sonoridad musical, en la que destaca una violinista en directo (Aolani Shirin) que aporta una sensorialidad emocional distinta en cada escena. El expresionismo como síntesis muy condensada de las ideas e imágenes de la obra, es el estilo con el que la obra escénica se construye, por momentos con ecos del teatro danza de Pina Baush, a la búsqueda de la expresión de cada sentimiento. Nada se ilustra, todo se estiliza en imágenes creadas a partir de los cuerpos de los bailarines en la escena. Tal vez son las imágenes audiovisuales proyectadas en las paredes de piedra del teatro romano, las que buscan el efecto de ilustrar algo más la poética de la obra (como la imagen de las rocas que sangran, de enorme fuerza visual).
Silveira integra absolutamente la arquitectura espacial del teatro romano de Mérida para construir un espectáculo “ad hoc”, en el que toda acción aprovecha el espacio real de grandes dimensiones, con aquella valva regia o puerta principal por la suceden las entradas de algunos de los protagonistas. Diseña dos espacios en dos alturas, el espacio de la tumba de Antígona en la orchestra, y la escena, con toda su anchura, en la observamos diversos espacios que se activarán a lo largo de la obra.
La tumba como morada (eco de Santa Teresa de Jesús), la tumba como exilio, tiene el suelo negro como signo escénico de muerte que contrasta con el vestido blanco de la virgen Antígona (interpretada en la palabra por Ana García y en la danza por Cristina Pérez Bermejo y Elena Rocha), precedida por la entrada construida por dos columnas. En ella permanece toda la obra y en su delirio acuden visiones y sueños de los suyos, su hermana Ismene, Edipo el padre (Camilo Maqueda), Ana la nodriza (Mamen Godoy), su madre Yocasta, la Harpía (Tania Garrido), sus hermanos Eteocles (Jorge Barrantes) y Polínices (Simón Ferrero), Creón (Jose A. Lucia) y Hemón (Francisco García), por este orden en la puesta en escena de Silveira. Cabe agradecer el desarrollo que Rodríguez hace del personaje de Hemón, hijo de Creón, que aporta el único momento de amor puro en la obra. Sus palabras, en la versión de Nieves aportan mucho más de lo que Sófocles dibujó de él: “Pero no sé si sabes que yo soy, entre todos tus muertos, el único que ha muerto por ti, por tu amor. Lo demás, estos también, tus hermanos, han ido a la muerte por otra cosa, por sus sueños o por sus principios, sin ver a la muchacha Antígona, a la que han devorado. Y yo te amaba a ti, a esa muchacha. No sé si me maté o si es que no pude seguir sin ti viviendo”.
El espacio de la escena superior está cubierto de arena. Refleja Tebas. El arranque en silencio del espectáculo consiste en seres sonámbulos vestidos de negro que corren por el espacio y se desploman sobre el suelo. En el fondo derecha se observa un piano desvencijado rodeado de pilas de libros rotos y desechos por la guerra. En un lateral vemos una cama que cobra sentido hacia el final del espectáculo, símbolo del tálamo nupcial entre Hemón y Antígona que no fue. Todas las acciones y movimiento escénico expresan un sentimiento de propósito o designio que no termina de alcanzar su plenitud.
Confieso que siempre consideré árida la lectura de La tumba de Antígona que invita a la reflexión más que a la acción. Prácticamente todo lo que sucede en la obra de Zambrano ocurre en el delirio de Antígona en su tumba. La autora nos invita a hacer el viaje a partir de un inicio en el que la conciencia del personaje, sin un orden claro de sucesión de los hechos, navega por su historia, la historia del mito de los Labdácidas, con momentos de clarividencia o fulgores en los que dialoga con todos los personajes mencionados, para alcanzar la serenidad y la calma final.
En la dirección de Silveira, arropada por todo el equipo artístico técnico de la Nave del Duende[4], sede de la compañía Karlik teatro danza, se aprecia el gusto por desentrañar y desvelar imágenes corpóreas del delirio, así como las relaciones entre los personajes a través de los gestos y la creación coreográfica que no cesa a lo largo de toda la obra, logrando un espectáculo de cuidada y profunda semiótica. Los coros expresan esa mirada colectiva a los acontecimientos; las imágenes coreográficas y los recursos sensoriales sonoros y físicos como el agua o las telas rojas, meten a los espectadores en un espectáculo de belleza trágica; al final escuchamos la voz de María Zambrano que brota como la fuente de agua real en la escena, señalando a la palabra como el origen de todo, con el amor y la piedad al frente.
[1] Fuegos (1986), Marguerite Yourcenar. Traducción de Emma Calatayud.
[2] Escritos autobiográficos. Delirios. Poemas (1928-1990)
[3] Es precisamente este un título de la obra de Nieves Rodríguez Rodríguez. La araña del cerebro (2014), V Premio teatral Jesús Domínguez.