Carla y la muerte del padre
Una de las mayores alegrías en la pasada ceremonia de los Goya, en la que la vindicación feminista quedó tan desdibujada y en la que sobraron tantas evidencias machistas, empezando por unos presentadores que parecían salidos de un concurso de machos alfa, fue que la maravillosa actriz Nathalie Poza recibiera el premio por su desgarrador papel en No sé decir adiós. Esperemos que este justo reconocimiento sea el pretexto para recuperar la primera película de Lino Escalera, la cual nos cuenta cómo dos mujeres se enfrentan a la muerte del padre (un estupendo Juan Diego). Dos mujeres que asumen su eterna tarea de cuidadoras y de las que vamos descubriendo cómo han sido maltratadas por un mundo hecho a imagen y semejanza del varón omnipotente.
No sé decir adiós nos ofrece el retrato de dos mujeres, Carla (Nathalie Poza) y Blanca (Lola Dueñas), que han seguido rumbos distintos y a las que encontramos, a una edad madura, igualmente perdidas y doloridas. Aunque cada una de ellas lo viva y lo exprese de manera muy distinta: Blanca desde el sentido común, que a veces es el menos común de los sentidos, la paciencia y una cierta resignación; Carla desde un proceso autodestructivo que la va haciendo cada vez más prisionera de su soledad y de sus angustias. Las dos, que vuelven a reunirse y hasta a enfrentarse en torno al patriarca que durante años fue el que puso ley y orden, y al que ahora vemos cómo se reduce casi a un niño, se nos muestran infelices, atadas, faltas de luz en un presente que tal vez poco tenga que ver con el que un día soñaron. Carla y Blanca, Blanca y Carla: dos nombres llenos de «aes», la letra del femenino, la que cierra siempre los sustantivos que designaron durante siglos al «otro». Las dos víctimas, aunque cada una a su manera, de un mal que tiene nombre de varón.
Esta historia, que el director nos cuenta sin estridencias ni sentimentalismos, con elegantes y a veces fulminantes cortes a negro, como el bellísimo que cierra la película, no habría sido posible sin un actor y unas actrices en estado de gracia. Y sobre todo sin una Nathalie Poza que compone una Carla desgarradora, enferma del alma, a la que la próxima muerte del padre le hace enfrentarse consigo misma. Su rostro, todo su cuerpo, hasta el último pelo de su cabeza, sirven a la perfección para expresar su desconsuelo. Y su rabia. Es imposible no entenderla, no empatizar con ella, no pensar en que ojalá para ella la pérdida del padre sea el inicio de su liberación. Una historia, me temo, tan habitual para tantas mujeres que todavía hoy construyen (y destruyen) sus vidas en función de los hombres que continúan siendo el centro del universo.
No sé decir adiós (Lino Escalera, 2016)