La despedida – Relato VI
Las puertas del cristal se abrían y cerraban sin que nadie entrara o saliera tras aquellos vaivenes. Me percaté de que estábamos demasiado lejos el uno del otro para poder hablar, y, sin embargo, demasiado cerca del sensor del detector de presencia. El movimiento espasmódico del umbral cristalino duraba más de lo debido. Lo miraba tímida. No me atrevía a traspasar la puerta del hospital, y él no quería acercarse. Intuía lo que había tras la mascarilla celeste, sabía de memoria sus gestos neutrales y tímidos. Me enseñó los guantes azules de plástico, como si aquello necesitara ya una explicación. Y yo me reí y susurré “ya, ya, no te preocupes”, “no hay sitio para los dos en este mundo”. Las frases peliculeras le hacían gracia y las memorizaba sin fin. Quise relajar la situación, como siempre. Comencé a recitar el anecdotario común, a hablar de mis padres, que estaban bien, de cómo papá desinfectaba el pasillo con lejía cada vez que les llevaba comida (a pesar de yo no llegara entrar), de cómo las bolsas de plástico lo traían por la calle de la amargura. De cómo se negaba a que yo usara bolsas de tela para transportar los víveres y medicinas que necesitaban, de lo mal que llevaba no hacer ejercicio, ni ir a las máquinas de gimnasia del paseo marítimo, ni nadar en el mar en pleno invierno con su grupo de amigos (de los cuales tres ya habían muerto). Sabía que aquello le divertía, no esperaba el sonido de su risa, porque nunca llegamos a escucharla desde que nació, no se puede oír lo que nunca tuvo. Pero le hacía mucha gracia que mi padre se negara a estar sordo y gritara a los niños en las videoconferencias diciendo que el móvil era una mierda y no tenía calidad ninguna.
¿Qué hubiera hecho un día normal? Lo habitual era que nos diéramos un toque en la espalda o en el brazo para saludarnos, como si fuéramos hombres de mediana edad un tanto acomplejados. El contacto físico nunca fue el fuerte de mi familia. No éramos gráciles mi hermano y yo en cariños eficientes. No había experiencia previa. Las puertas seguían en movimiento de forma constante y yo me sentía fuera de sitio.
Si hubiera sabido que era la última vez que nos veíamos, lo hubiera abrazado con fuerza y besado en la mejilla grasienta que solía llevar (se embadurnaba de crema para que no le saliera una especie de caspa en la cara, ambos nos despellejábamos con facilidad al salir de la ducha). Eso lo hubiera dejado indefenso, rígido como un palo. Yo había avanzado, abrazaba y era abrazada sin aquella incomodidad que me propinaba la intimidad en todos sus aspectos. Él, sin embargo, era incapaz, genéticamente ya venía predispuesto a no dar abrazos. Mi madre lo describe como el ser más cariñoso de la familia. ¿Puede ser esto así, sin contacto? Sí. Siempre lo fue, era una persona tierna y dulce a la que le incomodaba la intimidad. Yo tampoco era demasiado efusiva en abrazos.
Alguna gente sufría con angustia la famosa “distancia social”. Para nosotros no había diferencia alguna entre el antes y el después de la pandemia. Recuerdo a mi hermano de pequeño, ni siquiera era capaz de fijar la mirada en nuestras pupilas, jamás te miraba a los ojos, no reía cuando quería y no lloraba cuando se desesperaba. Caminaba cabeceando hacia delante, como si con la frente se llegara primero a los espacios, con una mano apoyada en la pierna derecha, la cual arrastraba levemente al dar el paso. Todo lo que fuera social le costó cien vidas aprenderlo. Pienso en todos mis errores, y en que otras cien vidas no le hubieran enseñado lo que no había capacidad de aprehender. Tuvo siempre una memoria prodigiosa para los detalles, y, sin embargo, olvidaba continuamente la clave del banco y su dirección de correo. Al ver sus ojos redondos y enrojecidos, comprendí que no estaba durmiendo, ni tomando su medicación. Aquellos ojos nunca mentían. Te miraban en un punto indefinido entre las cejas, probablemente el centro, así parecía que hacía contacto visual, pero aquella técnica que había desarrollado de adulto no era más que una especie de “vista hacia el vacío”. Cuando hacía contacto visual de verdad, daba un brinco pequeño, casi imperceptible, para irse de ahí pitando. Su infancia fue un infierno. La mía algo menos. La nuestra. No quisiera volver a aquella casa, siempre llena de dramas y de intensidad malsana. Si no fuera por las largas temporadas en las que “Mamami” venía para cuidarnos resignadamente, a pesar de estar casi ciega. Cuando pienso en quien me enseñó a besar y sobretodo a abrazar, a contar cuentos increíbles e inventar historias sin parar, o a rezar por las noches para dormir sin que mi alma muriera en el vacío más absoluto y profano, siempre pienso en ella: mi abuela, cuidadora eterna sin paga ni reconocimiento, como todo lo femenino.
Durante mi adolescencia el contacto físico me producía un asco indolente, que tardó en desaparecer gracias al colegio de teresianas en el que me vi educada, a pesar de las quejas de mi padre ateo y apóstata, rojo y exiliado. El esfuerzo de aquellas monjas por hacer que un leve roce fuera sucio se impregnó en mi con tanta fuerza, con tanta repetición de labio fino y sibilante, que mi piel pasó mucho tiempo aprendiendo a ser receptiva.
Las puertas pararon. Empezó a hablar por fin, como un volcán que implosionara, los borbotones de palabrejas, algunas demasiado altisonantes, agolpadas junto a algún neologismo y diecisiete vulgarismos no aceptados por la RAE, emanaban de sus labios con furia. Estaba tenso, por lo visto había clasismo a la hora de repartir la protección, los guardias de seguridad eran los últimos en recibir protección, y allí, en las Urgencias Psiquiátricas había positivos. Los mandos de la empresa de seguridad repartían primero a sus favoritos. Me contaba que un “chaval de una asociación había comenzado a fabricar mamparas parecidas al cristal de un casco utilizando la tecnología 3D con cascos integrales, según la necesidad del personal de servicio. A nosotros nos ha dado diez sin cobrarnos ni un duro”. Sus mofletes se tensaron, pensaba que entendía de política, pero, por desgracia, solía mimetizarse con el cuñadismo que le rodeaba sin piedad, gente que no se daba cuenta que aquella cultura del odio a mi hermano le hacía mucho daño. Lo enfermaba. Dejaba de dormir, de medicarse, y empezaba a escupir por las calles a todos los hombres que fueran amenazantes para él, buscaba un enfrentamiento físico, una prueba épica de masculinidad que le diera la etiqueta de ser un hombre. Algunas veces, cuando se le iba de las manos, se había ingresado él solo en las Urgencias. El médico de la sanidad pública le daba una IT. Pero en pocos días esa baja era controlada por otra empresa subcontratada, donde un medico viejísimo y fascista procuraba verlo semanalmente y darle de alta, aunque no estuviera preparado.
William Burroughs decía que la palabra era un virus. Nunca jamás, hasta este momento actual de las redes sociales, había sido tan cierto. El fascismo había llegado en forma del “fake” más votado, demasiados “me gusta”, como demasiada glucosa, se agolpaba en los egos eléctricos del siglo XXI.
“Este hombre nos vio a mi y a mi compañero trasladar a un paciente psiquiátrico positivo escoltado a la unidad, sin medios, ni por parte de la administración, ni de la propia empresa, eso es cierto (esto iba para mi por defender al gobierno) … Lo que no se puede permitir, es que los que estamos en el foco de la infección estemos así. Nosotros trasladamos a un elemento que dice ser psiquiátrico, que se fugó del Hospital de La Paz en Madrid, y ha estado el cabrón esparciendo el tema hasta Vélez, y, aún así, hay chalados que dudaban que fuera positivo. Cosa que ha quedado claro en la UAP, donde una enferma ya ha sido evacuada, mientras que este cabrón permanece solo en la unidad 1. Como nos lo olíamos, fuimos preventivos, y dentro de lo posible mantuvimos la distancia. Pero se puso tonto e intentó darse a la fuga, sin éxito en ésta. Esto no es normal. (Intento hablar, pero no me deja). No, no, escúchame. Esto no es normal. La población está reaccionando de forma solidaria, y ahora estos los atacarán.”
- ¿Atacar a quién?
- Por quedar el conjunto en general de la clase política en evidencia. Normal, esto es de pena.
- No me mandes esos vídeos de crítica a un gobierno que solo llevaba un mes y se le ha venido encima una pandemia. Hay muchas cosas que empezaban a hacer con las que puedo no estar de acuerdo. Igualdad, por ejemplo, pero desabastecimientos hay en todo el planeta. Hay mucho facha haciendo propaganda, ten cuidado. Promover un golpe de estado, aprovechando el caos de la enfermedad, la muerte y la pandemia no es ético. Ese “buenismo” disfrazado, no sé, no me fiaría. Te dije que yo te hacía…
- ¿A quién le encanta? Este hombre lo hace porque es lo que siente que debe hacer ¿Y qué pasa porque diga que son unos mierdas? Lo son.
- ¿Estos que acaban de llegar? ¿Los que privatizan el SAS no?
- ¿Ves normal que los supervisores se guarden el poco material que hay para los suyos, los afines? Así funciona la cosa aquí. El clasismo de aquí… el que diga lo contrario miente. Que no me cuenten milongas, que lo llevo viendo años.
- El clasismo se combate organizadamente, no uno solo, con dádivas de bienaventurados que te echan un discurso falso nefasto que no soluciona nada. Solo conectan con los sentimientos de la gente, pero eso es algo emocional no racional. Mucha gente está ayudando, y otros con eso de que ayudan no hacen más que volcar su miseria sobre el ayudando. Debéis acudir a vuestros sindicatos y que os den lo necesario.
- No cuela.
- Yo estoy ayudando y no me ves intentando dar un golpe de estado y llevando discursitos a las personas con las que me topo.
Las puertas se abren inesperadamente y una enfermera con mascarilla sale, ambas damos un respingo, no nos queremos acercar ni a dos metros de distancia. Se aleja mirando hacia atrás. Se quita la mascarilla y me pongo muy nerviosa. Veo que enciende un cigarrillo. Mis deseos de fumar aumentan.
- Háblame de otra cosa. Te he traído naranjas y mandarinas, como me pediste. Si necesitas mascarillas, habérmelas pedido, que te las hago. Quédate con la mía. Ese tío que dices debería aprender de las mujeres, ayudamos y nos activamos con un criterio de positivismo necesario para resistir. De forma solidaria de verdad. Y eso no significa no hacer críticas, o no denunciar.
- No, ya iré a comprar. Mañana pasaré por casa de mamá y papá.
- Pero no les pidas dinero, ni comida, ellos no están bajando a la calle. Pídemelo a mi.
- Que sí (refunfuña), que yo bajaré el día que esté de descanso.
La mueca de la boca desaparece, la rabia de los demás se colaba entre sus dientes. Era un ser puro, sin malicia, nunca entendió los sentimientos ocultos. Y mucho menos la ironía. Una vez, en el colegio, le dijeron que cogiera la puerta y se fuera, era muy pequeño, estaba en primaria, había cursado hasta los siete años en el sistema suizo del cantón francés, en Ginebra, se agarró a la puerta con fuerza intentando marchar, se quedó allí paralizado. Como ahora, los batientes vuelven a abrirse y cerrarse. Estamos demasiado cerca. Tengo ganas de llorar y no sé porqué.
La maldad existe para todos y todas. Se cuela por las grietas con su toxicidad reverberante, lo invade todo y se expande. El virus, el virus es otra cosa.
Las calles siguen vacías. El viento se acomoda entre los múltiples coches aparcados. Nadie en muchos metros a la redonda. Gorriones y palomas inundan la carretera, las aceras y los bancos. Toman las posiciones que les pertenecen por nacimiento. Experimentan su derecho al espacio compartido.
- Cuídate. Acuérdate de no tocarte la cara con tus manías.
- Echo de menos a los enanos. ¿Cómo están? ¿Y Poulain, sigue ladrando por la noche?
- Lo sacamos menos y anda nervioso. Se quemó el hocico con leche hirviendo de un flan.
Lo llaman, no nos tocamos, no nos despedimos. Se vuelve y veo sus dos lunares del cuello, como en la playa cuando éramos niños. No pienso en la muerte, no pienso que pueda enfermar, no pienso que va a morir solo, no pienso en que no nos despedimos, no pienso en lo que eso supondrá en el futuro.
Son las dos de la mañana y no consigo dormir, me manda un mensaje, aún sabiendo que no soporto que me manden mensajes después de las once de la noche. La psicóloga de la asociación me enseñó a no esperar que dedujera lo que esperábamos de él. Nos pidió que le dijéramos de forma muy concreta las cosas que queríamos que hiciera, que no pensáramos que él iba a guiarse por las normas sociales. Cada vez enfermaba más y más, desapareció y se hizo daño, lo traje a mi casa, y tuvimos que poner normas estrictas sobre el horario, mensajes y llamadas porque no nos dejaba dormir:
- En espera de que vuelva a una normalidad relativa, porque va a ver un antes y un después esto, está claro y que la cosa va a traer cola. Venga un saludo y besos.
- Duérmete, no mandes mensajes a estas horas tío. ¿Te estás tomando la medicación? ¿No salías a las 11?
Poco a poco, fueron llegando GIFS de gatitos que movían la cabeza, diciendo que no, después un chimpancé que se tapaba los ojos y reía, más tarde un emoticono amarillo y circular con ojos de loco y la lengua fuera, un emoticono dando besitos, un gato que daba grima enseñando unos colmillos terribles, un perrito caniche que parece decir adiós con la patita izquierda delantera. Yo sigo molesta, como toda mi vida, sin comprenderlo, en medio de la oscuridad de mi cuarto, me muevo tanto que la manta se cae. Sigo con los pies fríos y cuando esto pasa no me puedo dormir.
Amanece, cojo el coche a las 7, coloco el vaso térmico para el café en la misma oquedad silenciosa de siempre, justo delante de la palanca de cambios. Esta semana mis amigas y yo chateabamos sin parar sobre las características de este nuevo escenario de MadMax, donde las plantas y los animales vuelven a ocupar su lugar, mientras nuestra raza permanece nuevamente entre las sombras de la cueva. Debo llegar antes que la última vez, me siento como en un comando de guerra, y tengo miedo. De repente, una especie de rata lentísima aparece en medio de la carretera. Me quedo petrificada y freno. Unas robustas escamas rodean su cuerpo:
- ¿Es un armadillo? – Me digo a mi misma con la boca abierta y apoyada en el cogote formando un enorme arco.
- ¿De dónde ha salido un armadillo en medio de la ciudad?
La búsqueda de ciertas cosas se ha vuelto difícil y por más que parezca inverosímil mi padre tiene antojos precisamente ahora. Mi pobre madre dice que siempre ha sido así. Y puede que así sea. Nos hacemos mayores y tenemos manías. Hay cosas que nos gusta comer y cosas que odiamos, por más que nos digamos que así no debe ser. Nacieron en el año de las grandes hambrunas, los llamaron “la generación del hambre”. Si bien esto es cierto, la locura de la cuarentena ha despertado en él críticas culinarias y ansias de comidas muy concretas. Nos peleamos por teléfono, las videoconferencias son insoportables porque ya no escucha bien, pero le gusta ver a los niños y sacarles la lengua, gritarles que los quiere.
Me siento atrapada, la red se teje, no quise vivir en esta ciudad llena de guantes de plástico rotos y tirados. No quise tener pareja, y no quería enamorarme, ni tener hijos. Y nada mejor que tener un plan bien definido de prohibiciones que incumplir. No quise nunca cuidar de un hermano Asperger mucho mayor que yo. He llegado a la lonja, algunos pescadores llevan mascarillas y guantes, pero otros se muestran despreocupados y ajenos a la vida. Pregunto por Jesús Tirado, digo que vengo de parte de Titi. Hay poca actividad comercial, aún así he conseguido un pañil de pescadillas y salmonetes (el pescado favorito de mi abuelo Antonio) que mi padre tanto ansiaba. Estoy asqueada, no me gusta cuidar. Pero es una tela de araña que me atrapa desde que nací. Una especie de Burka incandescente, incómodo, del que nadie quiere escuchar quejas ¿A qué mujer escuchas decir que no siempre quiere cuidar? ¿Y cuántas veces has escuchado a algunas mujeres excusar a los hombres de su familia, amigos, porque “no sirven” para esta metodología cíclica y vital, arcaica, como si fuera un misterio reservado para pocos? O a ellos mismos, que no se ven en estas lides, que no se encuentran, que se les da mal… Como si con la vagina viniera un manual de cómo hacer que sobreviva la humanidad. A nosotras, la otra mitad que en silencio milita por la subsistencia desde las cuevas de Altamira, nadie nos aplaude a las ocho de la tarde. Estuve días intentando protegerlo en la distancia, sin respuesta a mis mensajes, viendo pasar la vida a través de las ventanas, pensando en las de mi especie, y su experiencia vicaria en otros siglos, pájaros en jaula de oro tras un cerrojo. Recordando la entrada del hospital, que se abre y se cierra sin final, hasta que me mira por fin, se vuelve, y clava su pupila en la mía mientras los cristales batientes dan su última dentellada. Recuerdo una frase de no se qué libro: puertas tan anchas para pocos y tan angostas para muchos.