«El precio»
Como en todas las obras de Miller, “El precio” muestra un profundo conflicto humano, sin olvidarse de contruir un telón de fondo que apela a lo social. En este caso, el crack de 1929, en Nueva York. Dos hermanos que han tomado dos decisiones muy distintas en su vida, un padre al que la crisis le ha pillado de lleno, una esposa que lleva mal no tener más dinero y un tasador con el que habrá que negociar el precio de todos los muebles que quedaron ahí, arrinconados, a la espera de ser vendidos. Y al igual que los muebles, todo el mundo parece esperar en esta obra. Y, por lo tanto, desesperar. Al amparo del rencor, o del miedo, o de la resignación.
Hay una enorme complejidad en ese hermano que soñó a un padre y decidió compadecerle para no salir de su pequeña e insatisfactoria vida. Y del hermano que se fue, sin soñar y sin compadecer a nadie y se construyó una vida algo más grande. Pero me pregunto si el trasfondo del éxito o del fracaso en ambos no estará, no tanto en el dinero como en sobreponerse a la figura del padre. Un hombre ya ausente, pero que se niega a morir. Porque nadie está del todo muerto si sigue generando conflictos.
El trabajo de los actores me parece muy bueno, al igual que la dirección de Silvia Munt. La puesta en escena es clásica y sobria y parece ajustarse al texto casi en todo momento; en sus palabras pero también en sus silencios. Son precisamente estos, los que nos obligan a reflexionar desde el teatro a casa sobre la institución familiar y sobre ese sentimiento tan sucio que es la envidia; siempre difícil de nombrar o reconocer y, a la vez de enmascarar. Como dijo Quevedo “tan flaca y amarilla porque muerde, pero no come”.
Por debajo de decisiones, de responsabilidades, sueños y errores, sí, la envidia.
Soy una fiel admiradora de Arthur Miller, cómo no, pero si algo no acaba de encajarme en esta historia es la figura del tasador. ¿Por qué tanto protagonismo? ¿Es una metáfora?, ¿es un trasunto del padre? Solo y en sí mismo parece contar toda una trama, pero yo no consigo engarzarla al completo con el resto. Es este personaje el que me hace preferir “Panorama desde el puente”, “La muerte de un viajante” o “Todos eran mis hijos”. Todas ellas, dentro de su inquietud, me dejan tranquila porque puedo configurarlas al completo y juntar todas las piezas en un mosaico perfecto mientras que en “El precio” tengo la sensación de que me quedara algún cabo suelto, gracias a ese viejo tasador que, inevitablemente, hace bajar la tensión dramática cada vez que aparece. Y aparece mucho.
La crisis del 29 modificó la vida de un montón de personas, y podría decirse que estamos en las mismas. ¿Pero son las crisis económicas o somos los seres humanos arruinándolo todo?