Emilia Pardo Bazán: Nuestra primera catedrática
TÍTULO: Defensa de lo contemporáneo. Emilia Pardo Bazán, catedrática de la Universidad Central (1916-1921)
AUTOR: José Manuel Lucía Megías
EDITORIAL: Guillermo Escolar, Madrid, 2022
Quizás sorprenda la afirmación con la que titulo la reseña de este libro oportunísimo, escrito con el rigor y el convencimiento racio-poético al que nos tiene acostumbradas el poeta y ensayista José Manuel Lucía Megías, catedrático de Filología Románica de la Universidad Complutense de Madrid. Se trata de uno de esos datos históricos que, si somos capaces de situarlos, hacen inminente el agradecimiento por el cambio de mirada ante el mundo que propiciaron y el avance que permitieron, en este caso, a la igualdad que disfrutaríamos mucho después: con generoso convencimiento, Emilia Pardo Bazán abría la puerta a nuestro futuro. Sobre esta máxima, tan hermosa como necesaria en tiempos de dudas, retrocesos y falta de libertad para las mujeres que padecemos tan cerca, sustento uno de los logros, que no el único, de Defensa de lo contemporáneo. Emilia Pardo Bazán, catedrática de la Universidad Central (1916-1921).
Conocemos bien la obra de Emilia Pardo Bazán a través de estudios exhaustivos de la misma, del mismo modo que tenemos datos de su biografía capaces de entregar, con solvencia, la característica ejemplar que supone su figura social, política y literaria. José Manuel Lucía Megías añade, ahora, documentos de un valor que sobrepasa el que tienen en sí para la investigación científica: la incorporación de Emilia Pardo Bazán a una cátedra universitaria entre los años 1916 y 1921. El hecho incluía, por primera vez en la historia, la actualidad literaria en los estudios de Filosofía y Letras abriendo una línea de trabajo que hoy resulta evidente; pero también, como una de las consecuencias tal vez “inesperada”, la Academia de la Lengua reconocía el término “catedrática” para poder nombrar con rigor a la primera profesora de “Literatura contemporánea de las lenguas neolatinas”.
Recorremos las páginas del libro con la deliciosa inquietud que se recorren las buenas tramas literarias, cómplices con el desvelamiento documental en buena parte inédito, leyendo la prensa que recogía, en tiempos de doña Emilia, los avatares de aquella cátedra en la Universidad Central que significaba romper hábitos legales y dejar que los nuevos vientos y las nuevas luces se introdujeran en el “viejo caserón de San Bernardo”, aquella “docta casa” donde se emitían doctorados procedentes de toda España. La universidad apenas contradecía la costumbre a pesar de hallarse inserta en un momento de transformaciones mundiales, a nivel social y político y cultural, incuestionables. Nada que impugnara inercias, salvo, hemos de decirlo, una parte del alumnado (tendríamos que escribir “alumnos”) que recibieron a la escritora con mucho más cariño y entusiasmo que el claustro de profesores, aunque eso no se cuantificara en asistencia a sus clases. Aquellos alumnos abiertos al porvenir iniciaban la publicación de la Revista Filosofía y Letras en noviembre de 1915, lo que también viene a señalarnos la oportunidad de un proyecto como este en un momento tan trágico como el que estaba viviendo, una vez más y sin que fuera la última, Europa. La Revista quiso ser vanguardia intelectual y ética invitando a participar ya en su primer número a alumnas de la universidad -no hay profesoras- lo que es toda una declaración de intenciones. La estudiante que escribe será Josefina Sela, y ella misma reconoce que el que se haya pedido su colaboración es “consolador desde el punto de vista del feminismo. Es la mejor prueba de que a los recelos, las fáciles burlas y los egoísmos primitivos ha venido a sustituir, en el pensamiento de los mejores estudiantes españoles, la idea de que la mujer pueda […] compartir con el hombre las tareas científicas, en vez de prescindir de la aportación que a la obra común pudiera hacer […] la mitad del género humano. Y semejante idea significa, a mi juicio, un gran progreso”. En el número 4 de la Revista ya tenemos una colaboración de la “Condesa de Pardo Bazán”. Doña Emilia alude a la “adhesión femenina, la de la señorita Sela” que le hace revivir momentos pasados de su propia biografía, donde la imposición de una “normalidad femenina” incomprensible nunca contemplaba ni el estudio ni la escritura. La retranca de Pardo Bazán es digna de compartirse: “Ignoro por qué la labor de zurcir calcetines merecía la predilección de mis consejeros, […] a pesar de que ya el adelanto de las máquinas que tejen punto se había iniciado, y el zurcido no era muy remunerado, dado el abaratamiento del género”. O esta otra evocación del día en que, esperando la salida del tren ya en su asiento, se acercó un caballero para pedirle que cuidase de su señora “pues ¡iba sola! Y la señora era una respetable dueña, con más canas de las que peinaba yo entonces”, lo que permite a doña Emilia señalar: “¡Sola! Esta palabra ha sido una de las argollas de la mujer. Ha temido la mujer a la soledad tanto como a la publicidad y la compañía. Parecerá contradictorio, y no lo es”. Claro que no lo es, bien lo sabemos las mujeres de hoy a pesar del tiempo transcurrido…
Emilia Pardo Bazán fue una comprometida y activa mujer de su tiempo, una pionera de las “modernas”, implicada en movimientos sociales de carácter universalista con resultados eficaces incuestionables recogidos en noticias, en sus propios artículos o en entrevistas. Señalo la que le hiciera para El Liberal otra indispensable, Carmen de Burgos, reseñando la posibilidad de convertirse en profesora de la Universidad Central, mucho más importante para doña Emilia que cualquier medalla o reconocimiento institucional: “Preferiría una cátedra -me contesta con noble franqueza-. Los honores no valen lo que el trabajo”. Pues bien, si conseguirla fue costoso, ejercerla significaba trastocar inercias devenidas legalidad que no queda más “remedio legal” que cambiar: participación en los claustros, elección de temario incorporando materias literarias “contemporáneas”, lo que implicaba una actualidad insólita; o en la marcha profesional académica, metodologías con capacidad para impugnar modos y maneras, y otros momentos que, por supuesto, se convierten en oportunidad que ella no pierde para decir lo que le parece la educación española, aprovechando su éxito como personaje público que al devenir profesora universitaria puede prestigiar el gris reconocimiento social del profesorado. Y, por encima de todo, insistirá en la escasa relevancia que se le otorga a la formación de las mujeres y, por lo mismo, lo absolutamente necesario de que la incorporación de mujeres a los lugares donde se dictan las normas, las “normalicen” como ejemplos donde mirarse a la hora de tomar decisiones sobre la vida profesional y vital. En todas las fotos conservadas de los momentos universitarios donde Emilia Pardo Bazán participa, y que la prensa siguió sobre todo por cuanto tuvieran de polémica, ella es siempre la única mujer. Baste hacer “memoria democrática” paseándonos hoy por la Galería de Retratos del insigne Ateneo de Madrid para verla a ella, “mujer sola” hasta que llegase el retrato de Carmen Laforet y el muy reciente de Clara Campoamor, rodeada de quienes iban marcando la dirección canónica de un mundo lento incluso cuando alardeaba de progresista, temeroso de lo que pudiera suponer la incorporación de las mujeres al espacio de lo común.
Ejercer como profesora no fue nada fácil, pero ella no claudicó a pesar de las adversas circunstancias que tuvo que atravesar en su cátedra. Los estudiantes estaban hechos a otras formas, a temarios donde la innovación y la actualidad se quedaban fuera de las aulas, donde “voluntario” se convertía en un lujo que un sistema competitivo, exámenes arcaicos, notas que ponderan datos y no la profundidad del saber, memorización sin tino, etc., de alguna manera imposibilitaba. La prensa, los debates en el Senado y en el Congreso utilizan la ausencia de alumnado en la cátedra de Doña Emilia Pardo Bazán para criticar al gobierno que se la ha concedido, lo de menos es el sistema educativo y el alumnado. Ella no desaprovecha ninguna oportunidad para opinar; he aquí unas frases de la primera lección, estamos en octubre de 1916: “El provocar juicio contrario, el sugerir contradicción y observaciones propias al alumno, me parece lo más beneficioso quizás de la enseñanza. Yo deseo que mis alumnos estén en desacuerdo conmigo muchas veces, siempre que el desacuerdo sea reflexivo y pruebe que han concedido su atención al escucharme. Tal es el verdadero sentido, a mi ver, de la palabra enseñanza, y enseña, a decir verdad, el que sugiere materia al discurso, prescindiendo de conformidades absolutas”. José Manuel Lucía Megías aporta suficientes datos como para alertarnos de la dificultad eterna que supone abrirle ventanas a la libertad: “Valgan estos ejemplos para mostrar -¡una vez más!- la decadencia a la que había llegado la universidad por estos años, en concreto los estudios de Filosofía y Letras, que necesitaban de una reforma urgente, tanto en la capacidad de los profesores, como en la posibilidad de ofrecer unos estudios y unas materias más acordes a los tiempos actuales, y no a los modelos impuestos en la reforma de 1900. Y unos edificios también más acordes…”. Ni siquiera Ortega y Gasset, admirador de la escritora, fue capaz de atisbar la importancia de aquel empeño por incorporar las literaturas neolatinas, es decir, la filología de lo “contemporáneo” a la universidad española, aunque ya era un hecho asumido en otros países europeos. Las implicaciones trascendían el currículo, lo sabemos de sobra, conocer lo contemporáneo es comprometerse con lo contemporáneo, es estar ejercitando el deber de ciudadanía que, como todo lo que atañe al ser humano, ha de aprenderse y practicarse. Una reflexión de doña Emilia, en su columna de La Ilustración, respondiendo al “revuelo” que ha despertado su cátedra, comienza demostrando las consecuencias del desconocimiento de la literatura francesa, italiana o portuguesa contemporáneas, y da el salto, cómo no, a España: “Y dentro de España misma, ¿conocen muchos, que no sean catalanes, la literatura catalana? ¿Quién ha leído en Madrid libros catalanes?”. No hacen falta comentarios…
Emilia Pardo Bazán no consideró este último empeño de su vida un tramo más de la misma que, además, le hacía abandonar otras queridas encomiendas: “Verdad que también hay algo de servicio a la patria en lo que hace ascender el nivel femenino […]”. Soñaba con un alumnado distinto, en el que la cercanía con el profesorado estableciera un vínculo tutorial capaz de despertar ese amor al saber, al conocimiento, a la belleza. Sentía la necesidad de fundamentar las clases en el objetivo innegociable de generar criterio, de transformar el mundo. Leo este libro y tengo la sensación de que nos lo está escribiendo a nosotras, profesoras, escritoras, alumnas, lectoras, creadoras del siglo XXI… Para que ni desistamos ni nos olvidemos…
Y volvemos al principio de nuestra reseña. Emilia Pardo Bazán no había entrado en la Academia de la Lengua. Este injustísimo error histórico, que tanta polémica generó en su tiempo, aún tiene ecos complicados en la propia RAE actual. Mas conseguir su cátedra en la Universidad madrileña lleva aparejados cambios en todos los documentos donde ha de incluirse su firma: es “doña” y no “don”, “señora” y no “señor. Y, en la publicación de 1925 de la XV edición del Diccionario de la Real Academia hallamos ya el término “catedrática” como “mujer de un catedrático”, pero también como “mujer que desempeña una cátedra”. La justicia poética ha hecho que llegue hasta nosotras la papeleta con la propuesta y la aprobación del 11 de febrero de 1920. Sin que quien lo escribiera pudiera prever el significado ejemplar de su indiscreción, leemos en nota manuscrita anónima y entre paréntesis: “Creo que debe entrar, siquiera para que Dª Emilia caiga de su asno”.
No le hacían falta caídas, Emilia Pardo Bazán adelantaba “el pie hacia lo que parecía utopía”. Su convencimiento visionario ha “con-vertido” espacios y mentes adormiladas, que ella quiso despertar, en fértiles jardines de la mejor actualidad, esa que permite contemplar, con la distancia del tiempo y de las cosas, que “[…] No establezco una comparación, no trazo un paralelo: lo que digo es que cada generación tiene sus escritores consagrados, y que los clásicos no se acaban en el punto crítico en que termina el siglo XVIII”. Sí, hay temas “que convidan a detenerse un poco más en ellos, como convida el árbol frondoso a sentarse a su sombra”…