Las niñas
Hay dos escenas en esta película que implícitamente resumen su mensaje. En la primera, las alumnas ensayan una canción que cantarán en misa, antes de empezar la monja ordena a unas cuantas que tan solo muevan los labios. Entendemos que tienen poca aptitud para la música y que su intervención puede deslucir el cántico, o que eso al menos piensa la hermana que las dirige. La otra escena es prácticamente igual, pero ahora la chica ha madurado y en lugar de permanecer en silencio canta con todo su chorro de voz, porque quiere, porque para eso la han puesto allí, porque el silencio no es bueno, porque le molesta estar muda en medio de tantas voces o por todo a la vez. Me parece una metáfora perfecta para retratar una época, ya caduca pero que duró demasiados años, pues alude a un silencio que lo abarcaba todo, no solo el espacio cercado por aquellas severas cuatro paredes.
El silencio simula maldades donde no hay más que vida, oculta prejuicios antiquísimos, impide el paso del aire (la renovación de las ideas), alimenta conductas represoras y disimula actitudes cobardes. Nuestra protagonista no canta porque no la dejan pero no la sacan del grupo, así que se ve obligada a fingir. No parece un recurso muy pedagógico, pero sirve para perpetuar un ambiente opresivo y rancio, futuras mujeres confusas y atemorizadas, el reino del murmullo, el fingimiento, y con ello el dominio de los que ostentan el poder sobre los que están bajo su mando o que, como la madre de Celia, tienen la desgracia de llevar un estigma.
No existe un hilo argumental complejo, apenas ocurre nada. Lo que se muestra, magníficamente, es un clima ético y estético, una forma de vida, actitudes, gestos, reacciones. Las escenas cotidianas en el colegio, con las amigas o entre la protagonista y su madre nos van revelando su realidad. La directora y guionista (Pilar Palomero) nos sitúa en el núcleo de la opresión, en el ambiente asfixiante de la educación femenina impartida por religiosas en un período de nuestra historia. Pero ese núcleo no se reduce a las instituciones: la sociedad entera se convierte en foco represor mediante el chismorreo, la calumnia y los prejuicios. Y cuando hablo de un periodo no me refiero solo al de la película (principios de los años 90) pues lo que cuenta, así como la mentalidad, escenografía y hasta modales, recuerdan mucho a décadas anteriores. El aroma que se extiende por la sala de cine es francamente añejo y toda la segunda mitad del siglo XX parece estar representada en esas niñas.
Particularmente en Celia (Andrea Fandós), la niña rodeada de silencios educativos, sociales y familiares, sobre todo estos últimos. Tanto ocultamiento es incompatible con un desarrollo sano, con abrir los ojos a la vida sin cortapisas, con comprender qué es lo que te está ocurriendo y por qué. Pero llega una fresca brisa en forma de nueva compañera (Zoe Arnao), cuyas raíces son algo más cosmopolitas, y todo va cambiando lentamente: la protagonista empieza a abrir los ojos, a reclamar información y a entender. Actitudes, silencios y distancias de pronto cobran sentido, lo oscuro se vuelve nítido, y eso es esencial para una preadolescente que se prepara para levantar algún día el vuelo.
El peso de la interpretación corre a cargo de las niñas, de las que tienen a su cargo el protagonismo y del elenco que las rodea. Ellas transmiten verdad, porque esa amistad que se va moldeando ante las cámaras no es más que el traslado a la pantalla de una auténtica sintonía mutua. Niñas actrices del siglo XXI que narran la niñez de tantas otras y cuyo futuro, espero, se desarrollará en un mundo sin silencios.