Confinada casi no me miento – Relato XIII
Desde el 14 de marzo confinada en casa. En principio y hasta que nos digan lo contrario terminando la cuarta semana de las seis confirmadas.
Desde entonces…
Escribo un diario que recoge los datos que me interesan de lo que está sucediendo y aquellos pensamientos, ideas y sentimientos que me van surgiendo. Tiene cierto efecto terapéutico. Nació sin más, posiblemente como respuesta a poder soltar y contar.
He hablado por teléfono más que nunca. Con mi madre que está confinada sola en su casa con su perrita, de dos a tres veces al día. Me sorprendo porque nunca he sido de llamarle todos los días. Con mis tías más queridas una vez cada diez días, aproximadamente. Dos de ellas superados los ochenta y también solas en casa. Bien acompañadas por sus familias. Ninguna en situación de dependencia. La tercera, más joven y en casa con su hijo y nieto. Su marido, mi tío, nos ha dejado hace bien poco. Con mis hermanos, hermanas, sobrinos y sobrinas hablo al menos una vez por semana. Vienen siendo más. A mis amigas y amigos más cercanos les he llamado una vez. A varias de ellas dos.
Algunas de estas conversaciones llegaron para quedarse. Mi madre contándome que se acuerda mucho de aita que se nos fue hace unos años, pero ya de otra manera; que siente que le está acompañando durante estos días y ya no se siente triste. Una de mis tías me dice que como ella está dentro de las personas que se han considerado de riesgo, que no le importa si ya se tiene que morir. Que está preparada. Que ya ha vivido muchos años y bien vividos. Mi madre y mis tías, en sus ochentas y viudas, explicándome que ellas ya están acostumbradas a estar solas que los que no sabemos somos nosotros. Uno de mis hermanos que hablando del cansancio que provoca el virus me confiesa que él lleva cansado por lo menos los últimos ocho años.
El WhatsApp no ha parado de pitar. Durante la primera semana me envolví y me dejé arrastrar por cierta euforia. Para esta fecha ya tengo grupos silenciados. El número de conversaciones va en descenso. El número de horas conectada delante de alguna pantalla no las quiero saber.
Hemos podido mantener la compra semanal de la cesta de verduras ecológicas de producción local y hemos apoyado a los comercios de alimentación del barrio comprando una vez por semana. Nos hemos endulzado con unos cuantos paquetes de galletas, tabletas de chocolate y bizcochos caseros. Estos últimos los más ricos. Cuatro han sido las botellas de vino bebidas. Cuando digo bebidas quiero decir que me he bebido. Soy la única persona de casa que bebe vino. En esto no hay posible confusión. Garnacha, Monastrell, Tinta de Toro…. Todas han sido un regalo. Por el descansillo, he dado unas 300 vueltas diarias repartidas en tres momentos diferentes. Una vuelta son diez pasos. De la puerta de casa a la del ascensor. Eso sí, sin tocar nada.
No quiero contar los cigarrillos que me he fumado.
La lectura me acompaña como lo venía haciendo. Ahora más reposada y en algunos momentos dilatada en el tiempo. He reflexionado junto a las mujeres escritoras que hablan sobre sus vidas profesionales y personales invitadas por Isabelle Touton en Intrusas; me he colado en La Casa de la Belleza en Bogotá para después estremecerme con sus protagonistas de la mano de Melba Escobar; me he dejado envolver por la belleza y el encanto de la Belle Époque en Biarritz y París en Ispiluak eta Itsasoak de Joxean Agirre; he dialogado con los poemas de Alonso Palacios y las acuarelas de Leticia Ruifernández en Poemario de campo; he descubierto historias de amor y guerra con el diccionario de tu nombre de Mario Montenegro; y he intentado meditar con el Tao Te Ching – El libro del sendero- de Lao Tzu, (versión de Stephen Mitchell).
Es momento de buscar nueva compañía.
Aun intentando poner atención, me habré tragado noticias falsas seguramente más de las que he sido capaz de detectar. Con gran entusiasmo me creí que la playa de Biarritz había amanecido repleta de flamencos. Lo que es no tener ni idea de aves y a la vez estar enamorada de lo que está sucediendo en la naturaleza desde que no andamos molestando tanto. Si llego a leer Dumbos por la Gran Vía, bolsa de la compra al hombro hubiese salido corriendo a verlos.
Diría que, de las noticias que nos están llegando, probablemente lo que más me duele son las personas mayores que están muriendo solas y el dolor de sus familias por no poder despedirse. E igualmente diría que me erizó los pelos el lenguaje militar utilizado por el presidente del Gobierno en su primera comparecencia y la presencia de los altos cargos militares en las posteriores. Y que me robó una sonrisa la respuesta de una mujer mayor, muy mayor, en un programa de televisión aclarándonos que esto no es una guerra, que durante la guerra además de pasar hambre les bombardeaban con obuses.
Hace días que dejé de anotar número de personas fallecidas, casos totales y diarios de personas contagiadas y cuántas ingresadas en la UCI.
Nos hemos marcado horarios y rutinas que cumplimos con la ilusión de saltárnoslas y así hacer fiesta. Hemos establecido espacios y tiempos individuales para después convertirlos en lugares y momentos compartidos. Nos deseamos los buenos días cada mañana, conversamos mientras disfrutamos del café y escuchamos la radio. Y entre rato y rato, a veces nos enredamos en fraternales y cariñosos abrazos y otras, nos dejamos llevar por sensuales y estimulantes besos con sinceras y juguetonas cosquillas y caricias; de esas que te impregnan y te acompañan sutilmente recordándote el momento disfrutado y alimentan las ganas de volver a él. Y me he acostumbrado a que al final del día el hombre con el comparto vida desde hace 22 años me pida que cuando llegue a la cama le acaricie el cabello.
Y, sin embargo, un día escribí: «Tan cerca y tan lejos. Te abrazo con fuerza para sentirte aquí».
No he dicho «¡joder!» muchas veces, sin embargo, una de ellas sí que ha sido memorable. En la que dije «¡joder!» y después «¡hostia!», y todo por unas cortinas. Realmente, el número de armarios que he ordenado y el número de limpiezas generales que he hecho ha sido exactamente igual a cero. O bien no he tenido ganas o más bien no me ha dado la gana. Pero sí, las cortinas sí que las he lavado y con tan mala fortuna que salieron de la lavadora, como diría…, no todas ellas hechas jirones, pero sí bastante perjudicadas. Exploté de rabia, hartazgo y frustración. ¡Todo de una! y ¿todo por unas cortinas? No, qué va, por unas cortinas no. Se me pasó relativamente rápido.
Mi contribución en lo más cercano ha sido estar atenta a mis dos vecinas octogenarias que viven solas. Saber que todos los días se han levantado y charlando desde la distancia, comprobar cómo están y qué necesitan. Ahora también les bajamos la basura. Desde el silencio, los aplausos de las ocho los hago extensibles a aquellos gremios y actividades que no se mencionan.
A veces los aplausos han sido para mí.
Confieso que en mis salidas he hecho varias trampas. En cuatro ocasiones he sido flexible con respecto a la norma. En dos momentos, una vez dejada la compra en el felpudo de la puerta de casa de mi madre, me he encontrado con ella en el parque aprovechando que tenía que salir con su perra Laida. Pude acariciar y besar a la perra y sin embargo no pude acercarme a mi madre. Y en otros dos, después de comprar el pan, no volví a casa por el camino más corto.
Echo de menos disfrutar de un estreno de cine en la gran pantalla. A modo de sustituto, aunque no es lo mismo, hemos visto películas en el ordenador casi a diario. Hemos aprovechado para recuperar aquello que se nos pasó y hemos descubierto películas, cortos y documentales. Por el momento, no me ha dado por ver danza, conciertos o teatro. En cambio, sí que he disfrutado con los videos familiares que con gran imaginación, momentáneamente, han burlado el aislamiento del confinamiento: los conciertos de piano de uno de mis sobrinos, una felicitación a una amiga, las vacaciones de semana santa o un trabajo de collage sobre Frida Kahlo. Algunos de estos momentos han alegrado mi alma.
Asomarme a las ventanas del patio de manzana ha sido uno de mis pasatiempos. Ingenuamente llegué a pensar que como no dan a la calle estaba a buen recaudo de convertirme en justiciera de balcón. Sin embargo, en una ocasión y por un instante sucumbí. Una pareja encantadoramente joven a la que yo venía observando en sus ratos de relax en el balcón, de pronto, una tarde soleada de domingo… ¡eran tres! ¡Tres en el balcón! En un segundo, la pareja encantadora se me presentó como unos jóvenes irresponsables divirtiéndose con un tercero a quien habían invitado a tomar el sol y el café. Curiosamente, unos días antes, esa misma pareja había causado mi admiración. Ante los gritos de un hombre a una mujer que se oían por todo el patio reaccionaron con agilidad y determinación en contraste a la titubeante respuesta de los espectadores de más edad. En aquel momento pensé «¡bien por ellos!, ¡qué bien!».
Y así, las ventanas durante estos días se han convertido en el lugar donde reparar en las vigilantes gaviotas de los tejados. Emparejadas. Yendo y viniendo. Y en los gorriones jugando bajo los toldos de los colgadores de ropa. El lugar donde oler la primavera. El lugar donde al atardecer pararme a contemplar cómo se encienden las luces en las viviendas. Cómo se pone en marcha el final del día. Confinándonos, si cabe, aún más. Y de madrugada, en la distancia y el silencio de la noche, el lugar desde donde espiarnos deseando averiguar las razones de nuestras horas de sueño desvelado.
Y mientras escribo me debato entre colocar la goma de la malla por encima o por debajo de un michelín que antes no tenía.