El agorero – Relato X
Alberto abordaba cualquier fenómeno de una manera extrema. Él siempre pensaba que el individuo actuaba mal de forma deliberada, por lo que lo más correcto era aplicar la justicia por su mano. Era desconfiado el bueno de Alberto… Y en la cuarentena encontró un vergel para imponer su ley… Basada en que todo, todo dependía de la responsabilidad del ciudadano.
Era viernes el día en que siempre organizaba la cena romántica con su mujer Marina. Cambiaban el mantel, ponían servilletas con ositas rosa y velas color turquesa. Él adoraba el color turquesa. Solían comer de entrante mozzarella de búfala con tomate y albahaca. De primero pasta con marisco y de segundo siempre pescado. Ella era una amante de la dorada al horno con patatas y romero. Él, sin embargo, un experto del pargo. Lo cocinaba a la sal, envuelto en papel de platino. Relleno ramilletes de cebolla, naranja y cilantro. Fue justo lo que cenaron el último viernes antes que comenzara la desescalada.
Marina se puso espléndida. Se depiló todo, y optó por su lencería lila. Encima un vestido negro –enjuto- articulaba su figura esbelta. Parecía Sofía Loren. Él era más convencional. Alberto era un escritor en declive con una tristeza inherente al paso de la edad. Rondaban los cincuenta años. No tenían hijos. Alberto siempre decía que jamás quisieron tenerlos, pero no contaba la verdad: él era estéril. Eso quizás agudizó aún más su fobia, su ira iracunda hacia crápulas, corruptos, viciosos, lascivos, tontos, consumistas, soberbios, narcisistas, indiferentes… Hacia potenciales seres disolutos que veían el anticristo en la moral. Era muy católico el bueno de Alberto. Para él nadie debía de quedar impune, ni siquiera quienes no sabían pensar. Es más, de su vocabulario había cancelado la palabra redimirse. Parecía Alberto Sordi en la película Un borghese piccolo piccolo.
Alberto era de esos tipos que no creían en la libertad. Le repugnaba. Prefería perderla en lugar de que fuera impuesta. Los anárquicos, entre otros, eran cabeza de turco de sus males infinitos: frustraciones, traiciones, despedidos y abandonos. Los anárquicos y los ignorantes, los superfluos… Quienes no paraban de hacer cosas, un día y otro, para llenar huecos, para engullir el ego y darle de comer con cultura, viajes, y por supuesto comidas. Bromeaba con Marina -los viernes- imitándoles. Contaba siempre el mismo sketch de la clásica pareja -de clase media- engullida por el capitalismo y el neoliberalismo. Seducida por lo nuevo sin percatarse que se consumían sus valores, su linaje. Inventaba el decorado y le ponía actores desnortados:
- Encarna, mañana tenemos el Coliseo, luego los foros, la Fontana, el Vaticano, el jueves las catacumbas, la pizza margherita, el chuletón con trufa blanca, luego la Domus de Nerón… Y los helados. Yo me lo pido de pistacho con avellana. Tenemos que ver las recensiones tripadvisor y poner fotos en instagram y Facebook. ¿Dónde están las termas de Caravaggio? ¿Y las catatumbas?
- Cariño. El helado ya lo tomamos ayer. El mío sabía a Circo Massimo. Y la pizza a pistacho. ¿Nos comemos hoy un Coliseo?
Era un bromista Alberto, pero sólo con Marina y sólo los viernes por la noche. Se daba ese tipo de privilegios, aunque con una cierta mesura para no incurrir en la vulnerabilidad del hombre occidental, presto al consumismo, al erotismo y a la apología de la banalidad si es al por mayor. Él, que era de pocas palabras además de un gran amante del hogar, odiaba a quienes rellenaban desmesuradamente sus agendas para engullir todo lo habido y por haber. Era un purista Alberto. Un purista en un posmodernismo intelectual de vanguardias. No comprendía bien el término, pero no le olía bien. Le provocaba vértigos.
Era un escritor atrapado en el pasado, enfadado con el mundo, censor de frases como “hay que llevar los axiomas del posmodernismo hacia sus últimas consecuencias, hasta su conclusión”. Odiaba esa pretenciosidad en el lenguaje, impostado, taimado… Ese proceso cognitivo para él estaba trillado. Él era muy burdo en el lenguaje, pero muy clásico en las formas. Parecía un Pasolini democristiano, pero también su némesis. Eso le daba autenticidad. Le convertía en un hombre inclasificable poblando un mundo -paralizado por la pandemia- que obligaba como oportunidad a diseccionar los valores para añadir o eliminar si era necesario. Alberto aceptaba perfectamente las muertes, la represión, la disciplina militar a la que se sometían los ciudadanos. Las consideraba justas, necesarias. Sólo Marina, y la música de Francesco de Gregori, flexibilizaban su carácter, su temperamento, su precario equilibrio interior que a menudo trataba de camuflar. Se creía Julio César en ocasiones. Un ser despiadado, intolerable, insolidario. Enemigo de la compasión por temor a ser débil o sensible.
A los postres, cuando ya se habían terminado la botella de prosecco, llegaron hinchados. Aun así hicieron hueco para el flan de chocolate con jengibre y el chupito de limoncello. Lo hacía siempre él cuando su amigo Enrico le traía limones de Capri. La noche romana era estupenda. Se veía algo de luz en las tinieblas. Un ruido estridente vino de la calle. Eran los petardos del barrio Alessandrino, que anunciaban una remesa importante de cocaína. Odiaba esos códigos Alberto, un señor recto, obtuso, apocopado en sí mismo. Le gustaba decirlo, pese a que no sabía muy bien qué significaba.
- Ya me hice la lista de monumentos que quiero ver cuando comience el deshielo. Me gustaría que me llevaras al restaurante Vecchia Roma para comer el ragú. Me encanta el retrogusto a zanahoria y apio que deja el sofrito. – dijo Marina
- Tenemos intentar que nuestra vida no cambie – respondió él.
- He quedado con mis amigas para ir de compras, visitar la exposición de Rafael y organizar el fin de semana en Cefalú. ¡Adoro Sicilia! –exclamó su mujer mientras dio el último sorbo al chupito de limoncello y se tumbó en el sofá para ver la televisión. Él la acompañó con la mirada mientras se quitaba el sudor.
Vieron una película de Ettore Scola y se marcharon a dormir. Él no pudo conciliar el sueño. Le distrajo, en mitad de la noche, la conversación con su mujer. Ella nunca había sido así. Jamás fue de vacaciones con sus amigas, ni quiso llenar su agenda de planes. No le gustaba demasiado el arte, salvo algún cuadro de Dalí, y además no podía comer carne. Marina, cuando anunciaron que el confinamiento estaba llegando a su fin, parecía otra persona, otra mujer. Igual de simpática, generosa y empática, pero con un júbilo tal, una tórrida energía que parecía querer comerse el mundo cuando se fuera el maldito virus. Se creía Claudia Cardinale la buena de Marina.
Alberto estaba algo defraudado con ella. Pensaba que jamás caería en ese juego sucio manipulado por la televisión, las grandes industrias, la publicidad y los vacíos existenciales de Antonioni, Delon o Mónica Vitti. Él sólo tenía camaradería con sus férreos y claustrofóbicos valores, quienes no estaban dispuestos a hacer las paces con la palabra amnistía, perdón… Anidaban más bien cadenas desgarradoras y nubes raudas. Él era un ser tribal, bárbaro… No creía en los nuevos, y diligentes, istmos. Era, en definitiva, un Pasolini católico. Era Pasolini y su opuesto. También se parecía, físicamente, a Nanni Moretti… Y no era ninguno de los dos. Era más bien el autor de este relato quien jugaba con todo esto para marear.
El sábado se levantó pronto. Le preparó el desayuno a su mujer y se lo llevó a la cama. Ella en sueños había estado diciendo que el chuletón sabía a Coliseo y que no iba a tener tiempo de ver y hacer todo. Era necesario hacerlo porque, y siempre según ella en el sueño, de lo contrario iba a tener la sensación de no hacer nada. El discurso fue claro, nítido y articulado. Su subconsciente lo explicó todo, y además lo hizo muy bien. Alberto, insomne, fue el testigo de este divagar freudiano.
El café con leche contenía, disueltos, diez antidepresivos y mucha, muchísima miel de naranja. Era la favorita de Marina. Él ya lo había tomado antes, lógicamente sin el cóctel de pastillas que terminaría con la vida de la pobre mujer. Para completar la obra maestra Alberto se presentó a la comisaría de policía para auto incriminarse por lo sucedido. Aunque el delito era premeditado, incluso con nocturnidad y alevosía, su abogado defensor incidió, antes de entrar en prisión, en su gran atenuante:
- La has salvado de la ansiedad y la depresión. A ella no le gustaba la libertad. Le repugnaba. La quería perder porque, en el fondo, temía que se la impusieran… Y con ella impuesta no iba a saber vivir. Le iba a quedar grande la vida. Quería hacer tantas cosas porque en realidad no le apetecía hacer ninguna. Iba a tener tantos planes, tan variopintos, que no iba a poder asimilarlos. Los mezclaría, mezclaría churras con merinas… Y lo querría poner en las redes sociales para ser adulada. Para apreciar el Coliseo de verdad, y esto lo dicen los psicólogos, sociólogos y antropólogos, tiene que ser el único monumento que se vea en un año. Si esto antes era imposible, ahora será mucho más complicado. La gente querrá hacer, decir, visitar, comprar para decir que ha hecho, dicho, visitado o comprado. Y lo querrá hacer rápido por si vuelve el virus. En la cárcel ese problema no sucederá. Te han caído quince años. Te traje los somníferos para que puedas dormir algo. Llevas mucho tiempo sin hacerlo. Es justo lo que has hecho – explicó detalladamente Leonardo.
- Necesito mi máquina de escribir. Tengo en mente un relato –exclamó Alberto.
- Sí, pero la semana que viene. Me marcho con mi familia de vacaciones a Sicilia. El niño mayor se ha empecinado en que quiere tomar muchas granizadas de almendra. ¡Si hasta quiere rellenar las brioches con ellas! – espetó.
- ¿Y al pequeño también le gustan? – preguntó Alberto con infantil curiosidad.
- No, él quiere estar todo el tiempo en una góndola – respondió Leonardo con celeridad. El tiempo le apremiaba.
- ¿Cuándo nos vemos? ¿Me traes los antidepresivos?