Mujeres en las industrias culturales y creativas – 2019
1. Introducción. La representación de las mujeres en la cultura
Tradicionalmente el dominio de la producción simbólica de los relatos culturales que dan sentido e identidad al grupo social ha sido masculina (Amorós, 2001). Las mujeres se han encontrado con diversos obstáculos a la hora de convertirse en productoras y legitimadoras de bienes y valores culturales. El primero, la imposibilidad del acceso a los medios y modos de producción cultural. Difícilmente las mujeres podían desarrollar sus capacidades artísticas o literarias sin poder adquisitivo para comprar las materia primas y sin el acceso a la educación, escuelas de bellas artes y universidades. Virginia Woolf en su famoso ensayo Un habitación propia 1929, reflexionaba sobre la importancia de las condiciones materiales en el desarrollo de las capacidades culturales de las mujeres. “Una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas», afirmaba enfocando el problema de la desigualdad en la creación cultural no en términos biológicos, que era el argumento recurrente del siglo XIX, ni siquiera en términos culturales, sino en términos puramente materiales. Algo tan obvio como tener una habitación propia que no sea la cocina, es sólo un ejemplo en la historia material de esta desigualdad. En otro escrito tan luminoso y menos conocido que el anterior, La profesión de las mujeres, la autora inglesa, esbozaba uno de los tema cruciales sobre el reparto de roles y la conciliación de tareas familiares y laborales en nuestras sociedades contemporáneas. Cuando le preguntaban sobre las dificultades como mujer en su profesión de escritora, esta vez no citaba sólo la importancia de las condiciones materiales -lápiz, papel, habitación propia…- iba más allá y apuntaba al orden simbólico: “hay que matar al ángel del hogar”. Hay que dejar a un lado el rol de la feminidad que la sociedad atribuye a las mujeres y que viene cargado de tareas laborales relacionadas con el espacio doméstico y del cuidado, para dedicar tiempo al desarrollo profesional. En definitiva, hay que cuestionar la atribución de los roles tradicionales a los géneros.
Fue en los años 60 y 70 en EE. UU. que los Women’s Studies, centraron sus investigaciones en la construcción social de los estereotipos femenino y masculino, incidiendo en cómo las sociedades naturalizan la construcción social del género, raza, clase y sexualidad para articular y reproducir las relaciones de dominación. Bajo este paradigma de estudios, la crítica de arte Linda Nochlin (2015) se preguntaba, ¿por qué no ha habido grandes mujeres artistas? y la misma pregunta revela la sospecha de que algo no se había hecho bien. Era obvio que la historia del arte había dejado fuera de su relato canónico sobre la historia universal del arte a las mujeres, a las minorías étnicas y a la diversidad sexual. También era evidente que las propias estructuras sociales se convertían en obstáculos para que la mujer pudiese desarrollar sus capacidades artísticas y culturales: ¿Por qué las mujeres sólo entran desnudas a los museos?…
En la misma línea la crítica de arte americana, Grisellda Pollock (2007) argumenta sobre la invisibilidad de las mujeres en la historia del arte debido a que las estructuras de conocimiento, el relato que predomina en el mundo, es profundamente androcéntrico. Sólo hay que darse un paseo por cualquiera de las grandes pinacotecas del mundo para confirmar la hipótesis de cómo la mujer ha representado el papel de objeto en la historia de la cultura occidental. Propiamente, el paso de objeto a sujeto de la representación artística y de la producción de bienes culturales empiezan en el siglo XX, en el momento en el que los estudios de la mujer y el pensamiento feminista comienzan a rescatar y visibilizar los nombres de mujeres olvidadas por la historia de la cultura, y las mujeres reivindican su lugar en las industrias cultuales como gestoras, productoras, trabajadoras y consumidoras de cultura. El hecho es que, como afirma la crítica americana G. Pollock, no basta con añadir nombre de mujeres a la historia del arte para concluir que se ha alcanzado la igualdad, hay que ir más allá, hay que de-construir los roles y estereotipos de feminidad y de masculinidad que están en el origen de la división sexual del trabajo y son la causa de la dominación masculina y la desigualdad estructural. Hay que matar al ángel del hogar.
La apropiación de los medios y los modos de expresión cultural por el hombre, refleja el predominio del relato masculino y de las formas de su dominación. A lo largo de la cultura occidental se repite el estereotipo de la mujer sumisa, objeto erótico, que se entrega pasiva al hombre. Esta sobreexposición de la construcción de las mujeres en un sentido objetual las devalúa, las estereotipa y cuando se convierte en un enfoque cultural reiterado, normaliza la violencia simbólica sobre las mujeres. (Bourdieu 2000). Los modelos culturales que representan los géneros están atravesados por las relaciones de dominación y sumisión (Butler, 2014).
Tradicionalmente han sido los medios de comunicación de masas: prensa, radio, cine y televisión los grandes difusores de los estereotipos sexistas. En el clásico estudio que la socióloga Michèle Mattelart realizó en 1982, Mujeres en las industrias culturales, se analizan los marcos de comprensión, frames culturales, de los medios de masas: seriales de radio, fotonovelas, prensa, revistas femeninas, teleseries, telenovelas, programas de entretenimiento, etc… La hipótesis es que estos encuadres trasmiten identidades sociales fijas y pautadas, que reproducen desventajas sociales importantes. Efectivamente, en los estereotipos de las industrias culturales la mujer aparece subordinada y jerarquizada al ideal masculino, resaltando valores como la pasividad, la sumisión, la sensualidad o la abnegación. Formas propias de la sumisión ante la dominación masculina.
El análisis de Mattelart sobre la representación que las industrias culturales hacen de las mujeres sigue siendo iluminador. La socióloga francesa observó que a las mujeres se les asigna dos funciones principales. En primer lugar, equilibrar y resolver las contradicciones del sistema, creando un ideal de mujer consagrada al hogar como lugar natural; la exaltación del matrimonio, del sacrifico, de la abnegación, del cuidado de los otros, del deber cumplido, etc… En segundo lugar, ser un pilar en la economía de apoyo; realizar un trabajo invisible no remunerado, devaluado como el trabajo doméstico o un trabajo de baja calidad en el mercado laboral, reducción de jornada y contrataciones precarias. Esta economía de apoyo permite extraer altas tasas de plusvalía del trabajo del varón.
Matellart concluye que la representación de las mujeres en la cultura de masas es perfectamente funcional con las necesidades del sistema: papel regulador de la economía capitalista y papel reproductor de la ideología dominante. Así, las mujeres asumen el valor secundario del trabajo doméstico como el trabajo que verdaderamente realiza su condición femenina y aceptan la sumisión de un proyecto laboral secundario al del varón, quien no tiene competencia genérica en el mercado del trabajo remunerado y el mercado dispone de una mano de obra cualificada –las mujeres- que puede explotar a bajo coste según disponga o convenga a las necesidades del mercado.
Sin duda, analizar la situación de las mujeres en las industrias culturales pasa por redefinir las ambivalencias que estructuran la relación entre los sexos. Para empezar, hay que preguntarse lo que significa el hecho de que uno de los sexos detente la legitimidad y el reconocimiento de los bienes culturales que produce, lo que le proporciona el dominio sobre lo real y lo social; el poder de producir sentido y significado. Y en cambio el otro esté mínimamente representado en el espacio social cultural o bien quede relegado y reducido a un cuerpo bello y reproductor. Vivimos la contradicción de que a pesar de la feminización de los procesos de consumo y producción de bienes culturales no se ha producido el reconocimiento social en igualdad de esos bienes (Guirao, 2019). Para empezar, habría que enfocar con perspectiva de género, la composición de los patronatos de museos, miembros de las Reales Academias, jurados de premios, instituciones de propiedad de derechos de autor e intelectual, etc… de las entidades que legitiman y reconocen el valor de los bienes culturales, el campo cultural -en el sentido en el que Bourdieu (1995) se refería al campo artístico-, como un espacio social de acción y de influencia desde el que confluyen e interaccionan relaciones sociales determinadas y objetivas. Si nos fijamos en cómo están representadas las mujeres en estas instituciones de poder cultural, vemos que, por ejemplo, en las Reales Academias, en un periodo de doce años, entre 2005 a 2017, la media anual de mujeres miembros ha sido de 40 y la de hombres de 481. Es decir, una proporción del 7,7 % por término medio. Mención aparte merece la consideración de los premios nacionales de cultura. Estos premios se conceden anualmente y reconocen la trayectoria y la obra de una creadora o creador en diversos campos de la cultura española: Bellas Artes, Cine y Audiovisuales, Libros y Lectura y Artes Escénicas. Considerando el total de estos campos, en el periodo de 2005 a 2016, once años, el número de mujeres premiadas es de 72 y el de hombres de 193. (Guirao, 2019). En las entidades de gestión de los derechos de autor, que reparten los dividendos de las ganancias y se quedan las plusvalías, el 78,4 % son hombres y el 21,6% mujeres (Estadística de Datos de Derechos de Propiedad Intelectual Gestionados por las Entidades de Gestión 2017. Subdirección General de Propiedad Intelectual).
Esta baja representación de las mujeres en los nodos de poder que configuran el campo cultural es sospechosa de estar en el origen de la falta de legitimidad y reconocimiento social de los bienes culturales producidos por mujeres. Sostiene Nancy Frasser (2016) que alcanzar mínimamente la justicia social pasa necesariamente por enfocar dos dimensiones cruciales de nuestras sociedades: la redistributiva y la de reconocimiento. Es tan importante para la igualdad efectiva atender a la redistribución de las condiciones materiales como al reconocimiento de los derechos y valores que expresan otras formas de ser y de estar en el mundo. Considerar el reconocimiento como una cuestión de justicia social equivale a tratarlo como un asunto de estatus y esto significa, pues, examinar los patrones de valores culturales institucionalizados y sus efectos sobre el estatus de los actores sociales. Si estos patrones culturales consideran a otros actores como inferiores, excluidos, invisibles o miembros no plenos del espacio público, entonces se trata de subordinación y falta de reconocimiento.
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