La perfecta casada. Un manual
Mathilde Beckmann. Mi vida con Max Beckmann, 1925-1950.
Trad. Virginia Maza. Madrid: La micro, 2018
Este librito es el manual de la perfecta casada. De una mujer abnegada y sacrificada hasta la anulación y la obnubilación. También de cómo la humanidad ha desperdiciado y desperdicia el talento, las habilidades, el saber, la inteligencia, el arte de las mujeres.
Mathilde (von Kaulbach) Beckmann (Ohlstadt, 1904-Jacksonville, 1986) explica en estas memorias los años que vivió junto a su marido, el conspicuo pintor Max Beckmann (1884-1950); para ello, a veces se sirve de fragmentos de los diarios del marido.
Muy pronto sabremos que es, a su vez, hija de pintor y de famosa violinista frustrada, Frida (Schytte) von Scotta (1871-1948), tocó, por ejemplo, con Richard Strauss en Moscú. La autora del dietario (violín) y sus dos hermanas, Hedda (violonchelo) y Doris (viola), junto con su madre (violín) conformaban un cuarteto en toda regla, según explica ella misma.
En 1925 le ofrecieron una plaza de soprano de coloratura en la Ópera Estatal de Dresde, pero justo acababa de enamorarse de Max Beckmann y renunció, consciente de que «no podía ser la esposa de Beckmann y cantante al mismo tiempo». Más sobrecogedora fue la reacción de su madre cuando se lo contó: «Cuando llamé a mi madre para decirle que estaba prometida —con Beckmann— hubo un silencio…». Un silencio repleto de palabras, pues.
Las memorias son totalmente fieles al título y sólo relatan la parte de vida dedicada a su marido —incluye enfermedades y miedos— y su labor como intérprete, traductora y acompañante.
Algunos detalles dan el tono y la textura de la relación. Max quería que practicara los deportes que le gustaban a él, aunque a ella no le placieran.
Desde niña había montado a caballo, pero dejé de hacerlo después de casarme, porque a Max le daba miedo que pudiera hacerme daño y quería que siguiera estando intacta, que fuera «una persona de una pieza», como decía.
(¿Es más peligroso montar a caballo que esquiar?)
En una ocasión esperaban en Amsterdam —ciudad a la que habían huido— con nervios y aprensión que llegaran los cuadros de él desde Alemania. Pero:
A Max le angustiaba tanto no saber si llegarían o no sus cuadros que prefirió no ir a recibirlos. Así que fui yo.
Precisamente fue una mujer, la señora Ruppelt, la portera de la casa donde vivían en Alemania, quien se enfrentó con peligro a la Gestapo e hizo posible el envío.
Quizás, sin embargo, el detalle más sangrante es cuando explica por qué no pudo despedirse de su hermana Doris.
La segunda quincena de julio me escribieron unos amigos de mi hermana Doris para decirme que su estado había empeorado. […] Me pedían que fuera a verla. Cuántas emociones encontradas. […] ¿Cómo iba a dejarlo solo sabiendo cuánto le preocuparía mi ausencia? Además, me necesitaba porque seguía teniendo problemas con el idioma en las clases. Así pues, no le dije nada sobre la carta e intenté que no se diera cuenta de lo preocupada que estaba.
Líneas en las que resuenan palabras y hechos de la escritora y traductora Zenobia Camprubí y la dependencia que de ella tenía su marido, Juan Ramón Jiménez. Por supuesto, Max queda exculpado, pobrecillo, sufrió tanto como ella:
A primera hora de la tarde del 23 de julio, el sacerdote del college vino a vernos con el telegrama que comunicaba la muerte de Doris. Max, tan afligido como yo, cuidó de mí con toda su delicadeza y cariño.
El libro va más allá de esta vida «con» y también —a veces a partir de una anécdota: la estrechez de una cocina; a veces, a través de reflexiones más generales— narra con temple, sentimiento y conocimiento de causa acontecimientos históricos de una época trascendental y convulsa: la huida de Alemania por culpa del nazismo, el exilio y los horrores de la guerra en Holanda. Y ya en el exilio definitivo, la vida en EEUU, especialmente en los campus, y el rico entramado cultural lleno de relaciones interesantes.
Ver como reiteradamente aprecia la inteligencia de mujeres que va conociendo y saber que, a pesar de todo, nunca dejó de tocar el violín, reconforta.
La perfecta casada
Aquest petit llibre és el manual de la perfecta casada. D’una dona abnegada i sacrificada fins a l’anul.lació i l’obnubilació. També de com la humanitat ha llençat i llença per l’aigüera el talent, les habilitats, el saber, la intel.ligència, l’art de les dones.
Mathilde (von Kaulbach) Beckmann (Ohlstadt, 1904-Jacksonville, 1986) explica en aquestes memòries els anys que va viure amb el seu marit, el conspicu pintor Max Beckmann (1884-1950); de vegades n’aprofita fragments dels diaris.
Ben aviat sabem que és filla de pintor i de famosa violinista frustrada, Frida (Schytte) von Scotta (1871-1948) —va tocar, per exemple, a Moscou amb Richard Strauss—. L’autora del dietari (violí) i les seves dues germanes, Hedda (violoncel) i Doris (viola), juntament amb la seva mare (violí) conformaven un quartet en tota regla, segons explica ella mateixa.
El 1925 li van oferir una plaça de soprano de coloratura a l’Òpera Estatal de Dresden, però just s’acabava d’enamorar de Max Beckmann i hi va renunciar, conscient que «no podía ser la esposa de Beckmann y cantante al mismo tiempo». Més esfereïdora és la reacció de sa mare quan li ho va dir: «Cuando llamé a mi madre para decirle que estaba prometida —con Beckmann— hubo un silencio…». Un silenci ple de paraules, doncs.
Les memòries són totalment fidels al títol i només relaten el tros de vida que va passar al costat del marit —inclou malalties i pors— i la seva tasca com a intèrpret, traductora i acompanyant.
Alguns detalls en donen el to i la textura. Max volia que fes els esports que li agradaven a ell, tot i que a ella, no li plaïen.
Desde niña había montado a caballo, pero dejé de hacerlo después de casarme, porque a Max le daba miedo que pudiera hacerme daño y quería que siguiera estando intacta, que fuera «una persona de una pieza», como decía.
(¿És més perillós muntar a cavall que esquiar?)
En una ocasió esperaven a Amsterdam —on havien fugit— amb nervis i angoixa que arribessin els quadres d’ell des d’Alemanya. Però:
A Max le angustiaba tanto no saber si llegarían o no sus cuadros que prefirió no ir a recibirlos. Así que fui yo.
Justament va ser una dona, la senyora Ruppelt, la portera de la casa on vivien a Alemanya, qui es va enfrontar perillosament a la Gestapo i va fer possible l’enviament.
Potser, però, el detall més sagnant és quan explica per què no es va poder acomiadar de la seva germana Doris.
La segunda quincena de julio me escribieron unos amigos de mi hermana Doris para decirme que su estado había empeorado. […] Me pedían que fuera a verla. Cuántas emociones encontradas. […] ¿Cómo iba a dejarlo solo sabiendo cuánto le preocuparía mi ausencia? Además, me necesitaba porque seguía teniendo problemas con el idioma en las clases. Así pues, no le dije nada sobre la carta e intenté que no se diera cuenta de lo preocupada que estaba.
Línies en què ressonen paraules de l’escriptora i traductora Zenobia Camprubí i la dependència que en tenia el seu marit Juan Ramón Jiménez. Per descomptat, queda exculpat, va patir tant com ella, pobret:
A primera hora de la tarde del 23 de julio, el sacerdote del college vino a vernos con el telegrama que comunicaba la muerte de Doris. Max, tan afligido como yo, cuidó de mí con toda su delicadeza y cariño.
El llibre va més enllà d’aquesta vida «amb» i també —de vegades a partir d’una anècdota: l’estretor d’una cuina; de vegades, de categories— narra amb tremp, sentiment i coneixement de causa bona part dels transcendentals esdeveniments de l’època: la fugida d’Alemanya per culpa del nazisme, l’exili i els horrors de la guerra a Holanda. I ja a l’exili definitiu, la vida als EUA, especialment als campus, i el ric entramat cultural ple de relacions interessants.
Veure com reiteradament aprecia la intel.ligència de dones que va coneixent i saber que, malgrat tot, mai va deixar de tocar el violí, reconforta.