O sabor das margaridas (T1)
Un alegato demoledor contra el sistema prostituyente
La primera temporada de la serie gallega O sabor das margaridas (2018), dirigida por Miguel Conde (la segunda no la comento, porque me pareció absolutamente fallida), contiene todos los ingredientes de una buena serie policíaca: diversos sospechosos (masculino literal), pistas falsas, vueltas de tuerca y sorpresas de última hora, todo muy bien dosificado. El argumento no resulta en principio demasiado original: Rosa Vargas, una teniente de la Guardia Civil llega al pequeño pueblo de Murías para investigar la desaparición de una joven y pronto descubrirá que al menos once mujeres han sido asesinadas en los últimos diez años, algunas relacionadas con el puticlub Pétalos. Y esto da pie a un análisis demoledor del sistema prostituyente en su conjunto.
En una serie donde “nada es lo que parece”, lo único que sí es lo que parece es la explotación que sufren las mujeres prostituidas, tanto las que son víctimas de trata como las que (oficialmente) no lo son. Al contrario que en otras series o películas donde se retrata la prostitución, ésta no resulta glamurizada en ningún momento. En las escenas que se desarrollan en el puticlub vemos a las mujeres en plan sexy, por supuesto, pero su conducta no verbal y sus gestos y comentarios cuando no están a la vista del proxeneta o los puteros expresan expresan todo lo contrario. Llegamos a conocer un poco a algunas de ellas, sobre todo a Pamela, que se hace pasar por mexicana porque a los puteros les gustan “exóticas”, pero es gallega y se llama Ana. En Pamela/Ana vemos la transformación física entre el objeto que “seduce” para ser violado (amarga paradoja) y su cuerpo y rostro reales. En el puticlub lleva una peluca pelirroja y es guapa y sensual; cuando está fuera, lleva el pelo (negro) despeinado y se ve cansada y más vieja. De hecho, percibimos una dualidad similar desde los títulos de crédito, que muestran imágenes desdobladas de fragmentos de cuerpos femeninos y de objetos fetiche de los puteros (unos altísimos zapatos rojos), todas ellas atravesadas por unas cuerdas rojas que metaforizan el encarcelamiento físico y psicológico al que se hallan sometidas las mujeres.
También se menciona a otras mujeres, traficadas y/o menores (“Los clientes pagan muy bien por estrenarlas”), obligadas a participar en unas “fiestas” que organizan ciertos hombres poderosos y en las que ha muerto alguna. Pero, contrariamente a lo que dirían los ―y las, que lamentablemente también las hay― “regulacionistas”, las del puticlub tampoco están protegidas, pues dos de ellas son asesinadas.
Cuando todo sale por fin a la luz, se le pregunta a uno de los culpables: “¿Quién mató a esas chicas?” Y responde: “Todos. […] Los que organizan esas fiestas, los que van a ese club, vecinos, compañeros de trabajo, gente con la que te cruzas cada día. ¿Cómo murieron? Un cliente violento pasado de coca, ajustes de cuentas, sobredosis, suicidios… Lo único que importa es que nadie se da cuenta de que faltan”. El hecho de que esas mujeres hayan sido asesinadas por “todos”, y no por el típico psicópata solitario de tantas obras policíacas, constituye otro de los logros de la serie.
En todo caso, lo más desolador es el final. Vemos en primer plano un titular de periódico: “A Garda Civil desmartella unha rede de explotación sexual de menores responsable da morte de 11 mulleres”. Quien lee el periódico es Vivi, una de las jóvenes prostituidas, a quien el nuevo proxeneta del puticlub reclama para ser violada por un nuevo putero. En resumen: las redes no tendrán fin mientras esos “clubes” sigan siendo legales y mientras siga habiendo depredadores dispuestos a pagar por explotar los cuerpos de las mujeres.
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