Mi Cristina
Se titulaba Indicios pánicos. Era uno de esos libritos de bolsillo de Bruguera, mal editados, con un papel amarillento, que se desencuadernaban antes de que hubieras terminado de leerlos, pero que merecían el nombre de la colección: “Libro amigo”: se hacían querer. Indicios pánicos, con una ilustración de cubierta inspirada en El grito de Munch, fue lo primero que yo leí de Cristina Peri Rossi, Como hago siempre, escribí en la primera página mi nombre y la fecha de lectura – 1981-; y como hacía entonces -el fetichismo me duró muchos años-, pegué debajo una foto de la autora, recortada de algún periódico. Era la única cara, el único nombre, de mujer en aquel panteón literario, el del boom latinoamericano, que como tantas y tantos jóvenes en la España de los setenta, ochenta, yo estaba descubriendo con fascinación. Y después de Indicios, leí muchos otros libros de la autora: La rebelión de los niños, La nave de los locos, El museo de los esfuerzos inútiles, La tarde del dinosaurio… Aunque vivíamos en la misma ciudad -ella desde 1972-, tardaría algunos años todavía en conocerla personalmente. Fue en 1986 -si no recuerdo mal-, en un taller literario, esa fórmula que importaron a España algunas de esas autoras y autores argentinos, chilenos, o uruguayos, como Cristina, que huyeron de sus países con lo puesto y tuvieron que improvisar una manera de ganarse la vida.
En seguida simpatizamos. Vista de cerca, Peri Rossi, que pronto se convirtió en Cristina, mi Cristina (parafraseando el título de un cuento de Rodoreda, La meva Cristina) era alegre y espontánea, pero también seria, profunda, sarcástica a ratos. Lúcida y estimulante, inteligente y apasionada, intensa y crítica. Con opiniones contundentes. Auténtica, nunca calculadora ni hipócrita… Como otras y otros intelectuales latinoamericanos que conocí en esos años, me deslumbró por su enorme bagaje cultural, de una modernidad y un cosmopolitismo que nos hacía sentir -a quienes habíamos crecido en la España franquista- poco menos que catetas… Pero en ella, con un aliciente añadido: el feminismo. Pronto descubrimos que ambas adorábamos los cuentos de Clarice Lispector, y cuando yo empecé a dirigir una colección literaria –“El espejo de tinta”, sucesora de la colección “Narrativa 80” que había creado Montserrat Roig, en la editorial Grijalbo-, contraté dos libros de Lispector y a ella para traducirlos. Naturalmente, el siguiente paso fue estar al acecho de algún nuevo libro suyo. En cuanto supe que estaba escribiendo una novela, conseguí que la compráramos, y así fue como “El espejo de tinta” publicó su deslumbrante Solitario de amor, al que seguirían La última noche de Dostoyevsky y la reedición de una sus novelas anteriores, El libro de mis primos.
Aunque lógicamente nos vemos menos desde que yo me mudé a Madrid en 1991 y dejé la editorial en 1994, seguí siendo amiga de Cristina, lectora suya, y ocasionalmente su editora (le pedí un cuento para la antología Madres e hijas, en 1996) o su crítica: su último libro, La insumisa, del año pasado, lo reseñé en La Vanguardia. Autobiografía de infancia y adolescencia, La insumisa es una de las obras de Cristina que más me han gustado, la que recomiendo cuando alguien me pregunta por dónde puede empezar a leerla, y además incluye como capítulo el precioso cuento que escribió para Madres e hijas, “Primer amor”.
Me honra que Cristina también me lea, y que haya publicado algún artículo comentando mis libros. Cuando voy a Barcelona, a menudo la visito en su casa -a veces en compañía de amigas comunes, como Isabel Franc o Mª Àngels Cabré-, reanudando una conversación empezada hace más de treinta años y que siempre vuelve a brotar fácilmente, por lo mucho que compartimos. Entre otras cosas, ya lo he dicho, el feminismo, concretamente aplicado al mundo de la literatura y la edición. Por eso, cuando varias mujeres profesionales de la cultura fundamos Clásicas y Modernas en 2009, no me hizo falta ni preguntarle o proponerle su participación: fue algo automático. Nombrándola socia de honor, reconocíamos lo que ha representado y representa para nosotras: un ejemplo de exigencia, calidad, compromiso, activismo.
La obra literaria de Cristina Peri Rossi es variada en cuanto a género (incluye cuentos, novelas, poesía, ensayo, autobiografía…) y también en cuanto a tono: puede ser lírica, sarcástica, reflexiva… A la vez, la unifica y vivifica una voz propia potente y singular. Es una obra imaginativa, audaz, sensual, provocadora, profunda, y además ingente, que abarca medio centenar de volúmenes. Sin embargo, confieso que nunca creí que fuera a obtener un premio institucional tan rotundo como el que acaba de ganar. Porque hasta ahora, esos premios apenas han recaído en mujeres: de 47 galardonados con el Cervantes, ellas han sido solo 6 (Zambrano en 1988, Loynaz en 1992, Matute en 2010, Poniatowska en 2013, Vitale en 2018, Peri Rossi en 2021). Pero además, porque el reconocimiento institucional no solo es avaro con las mujeres, sino que tiende a escoger a las que son diplomáticas, mundanas, elegantes, y vinculadas de distintas maneras (por formar parte de un determinado grupo o clase, o también por matrimonio) a cierto establishment cultural. No es el caso de Cristina (como no lo fue de Rosa Chacel, que también lo habría merecido), una mujer solitaria, sui generis, que no hace concesiones ni en su literatura, ni en sus opiniones políticas -explícitamente feministas y de izquierdas-, ni en su vida social (algo limitada además por sus problemas de salud en los últimos años).
Cristina ha sido, me consta, la primera sorprendida por la noticia. También para nosotras, sus amigas, sus compañeras de Clásicas y Modernas, constituye una gratísima sorpresa. La verdad -que quede entre nosotras-, es que yo siento que premiando a Cristina, el jurado del Premio Cervantes, y también el nuevo ministro de Cultura, Miquel Iceta (por la parte que le toque, aunque sea solo la de los valores que encarna), nos ha premiado a nosotras…