María confinada – Relato XI
Aquella mañana, como casi todas, María puso la radio mientras desayunaba. Escuchó una simple y tajante orden: A partir de mañana no se podrá salir a la calle. Todas las personas estarán confinadas en sus casas durante dos semanas con posible revisión. Sólo podrá salirse a comprar alimentos o a la farmacia, con mascarilla y a dos metros de distancia. Se cierran escuelas y universidades, y se cancelan actividades culturales y deportivas. Solo los servicios urgentes de sanidad, mercados de alimentos y limpieza quedan exentos de este confinamiento. Un extraño, potente y desconocido virus amenazaba a toda la tierra y nuestra ciudad había caído ya en sus garras.
Aquel mediodía, antes de encerrarse, María salió a la calle y tomó el último cappuccino, uno de los mejores de la ciudad, servido por un italiano. No se agobió. Pensó que tenía todo el tiempo del mundo para leer, escribir, oír música y ordenar armarios, papeles y fotos. Y casi se alegró cuando alargaron el confinamiento. A los pocos días se dio cuenta de que el tiempo infinito en su deseo, se había acortado sustancialmente, porque lo tenía ocupado en leer los numerosos artículos que llegaban por las redes y grupos de Whatsapp o por las video-conferencias y tertulias en zoom de los grupos de trabajo, amistades y familiares. Realmente había artículos interesantes del mundo de la filosofía, ciencia, investigación de pandemias, economía, política y otros, a los que no se daba tanta importancia, desde el pensamiento feminista; economía, ecofeminismo, educación, sanidad y teoría de los cuidados, que ponían en el centro la vida. Además llamaba por teléfono, para oír la voz y saber cómo se encontraban, las amistades cercanas y lejanas o aquellas descuidadas u olvidadas en el quehacer de los días. El cuidado y la información pasaron a ocupar un centro prioritario en los días de confinamiento.
De todas partes llovían ofertas gratuitas de películas, libros, cursos, conferencias online y vídeos artísticos de música, pintura, danza y ópera. Hasta los museos abrieron sus puertas online. Todo el planeta y lo que en él ocurría se había vuelto virtual, hasta nuestras caras, gestos y sonrisas, e incluso nuestras celebraciones eran online, cortado todo, de vez en cuando, por la saturación de las redes, que congelaban nuestras palabras, labios y sonrisas. Otras veces se congelaban nuestros labios mientras seguíamos hablando; cosas curiosas de la sincronía entre palabras e imagen.
Fue así como un día se dio cuenta que el tiempo y la percepción de él era muy diferente según las circunstancias y el uso particular y consciente que de él podía hacerse. Decidió cortar con las redes. Haría lo imprescindible; diría a su familia y amistades que de ahora en adelante pasaría a hablarles solo por teléfono. Y las pocas veces que habló se dio cuenta de los miedos y ansiedades reinantes, junto con la obsesión y meticulosidad de la limpieza, si con lejía, vinagre o alcohol, si al sol o con temperaturas altas de lavado, además de lavarse bien las manos con jabón; todo para destruir al virus.
Se controlaba, vía móvil, nuestros movimientos por calles y redes y mucha gente pasó de sentirse vigilada y controlada a vigilar y controlar a las demás personas. El miedo, como otro virus, se adueñaba de los cuerpos y estaba haciendo de las suyas. Todo por nuestra seguridad y salud, decían. Hasta los sueños que tenía pasaron a ser simple reflejo de la realidad virtual; masas de gente, pasillos abarrotados, como los de los hospitales, escaleras que subía y bajaba, sueños todos sin aire, sol ni agua. La naturaleza y los sueños también estaban congelados. Le faltaba la presencia, hecha de miradas, gestos y tacto. La única presencia era la de las cajeras del supermercado o la de las vendedoras del mercado municipal del barrio.
Cansada de todo ello, María abrió la ventana al sol de la tarde, cerró los ojos y respiró profundamente, quedando todas las células de su cuerpo inundadas por el aroma de azahar que venía de la huerta. Y ese olor la llevó al olor de las flores del cerezo que plantó su padre en las tierras del norte. Como si estuviera debajo y al lado de aquel árbol, sintió la hermosura y grandeza de su tronco y su copa nevada del blanco rosado de las flores. Abrió su pecho y respiración y el árbol entró en sus entrañas.
Agradeció entonces, a sus ancestras de buena nariz, la herencia olfativa. Los olores le habían guiado en la vida; podía distinguir cuando un pan o vino estaban bien o mal fermentados, si el vino era de un sitio u otro o de una colina o llano, si un pescado, fresco para otras personas, estaba empezando a dejar su frescura, si el jamón estaba bien o mal curado, si era primavera naciente o tardía por el olor de la hierba, o si estaba nevando en la sierra o quemándose los bosques, a kilómetros de distancia, por el olor del aire. Recordó también el olor frío del agua del río, el de la tierra mojada, el de los bosques en otoño y el de las algas marinas.
El olor del mar la llevó al aroma de un cuerpo amado, a su risa y su tacto. Aquellas manos las tenía dibujadas en sus piel y en sus entrañas y el pasado se hizo presente. Se amaban a la vez que la tierra giraba y un pájaro volaba. En aquel instante toda la vida del planeta y del universo palpitaba en su piel. Ya no había distancia entre su ser y el del otro, ni tampoco entre cualquier ser humano y ellos, ni entre el agua o las estrellas. Concentraban en un abrazo toda la vida del planeta. El sol y el agua fluían en sus manos, sus corazones y sexos. No había ya distancia ni diferencia entre el vientre o el pecho, ni entre sus sexos. Habían logrado ser la unidad y la multiplicidad y resumir en un abrazo, efímero y eterno, todo cuanto palpitaba en el cosmos. Eran terrestres y celestes a la vez, de carne y aire, abriéndose y desplegándose como inmensas alas que abarcaban todo el amor y dolor del mundo. El pasado, presente y futuro se unían en un instante. Ella era su mujer y él su hombre, pero también él era su mujer y ella su hombre. ¿Qué diferencia había? ¿Acaso esos nombres existían? Eran simplemente dos cuerpos amándose.
La memoria corporal era ya más grande que su encierro. Gracias a ella pudo morir y nacer al instante, como lo hace la tierra en invierno y primavera.