El inamovible canon literario o de nada sirve…
Nos guste o no, los constructores del canon de la literatura española son –llevan años siéndolo– varones. A tenor de sus propuestas, para su configuración se basan en criterios estrictamente estéticos, fijados ya desde la antigua retórica. Ese canon es, por lo que se ve, inamovible. Eso sí, cabe la duda de que a esa rocosidad contribuyan cuestiones más prosaicas, como la pereza mental, el cómodo uso de lo manido, y, por qué no decirlo, el poder de los grupos mediáticos y de las grandes editoriales capaces de polarizar la atención de los críticos, y, por consiguiente, de los lectores, en detrimento de otras ofertas lanzadas con menor apoyo comercial.
Constatamos el estaticismo canónico: es una realidad. Pero discutimos el inflexible concepto de excelencia que se maneja, su encorsetamiento en una estética histórica impermeable a la reconstrucción de un pasado competente en la incorporación de los intereses del presente.
No tan rígido se aprecia el canon de las artes plásticas, donde nadie se ha escandalizado por la retirada (en 2011) de 50 cuadros de Rubens a los almacenes del Museo del Prado para dar paso a la pintura española del siglo XIX. La propuesta de abrir la puerta a la cercanía y a la diversidad, restando puntos a la excelencia como paradigma exclusivo, se ha aceptado con naturalidad, lo mismo que el éxito de la exposición de los bodegones de Clara Peeters, pintados entre 1602 y 1621, cuestiona la solidez del canon tradicional, cuya apertura está también tentada por la expresividad como valor significativo.
Pero la literatura es otra cosa. Sorprendente nos pareció en su día –tan solo hace siete años–, que José Carlos Mainer en el volumen VI de la Historia de la literatura española dedicado al período 1900-1939, despachara a una autora como Elena Fortún con una sola alusión a su corta y poco representativa participación en la revista zaragozana de poesía Noroeste. Sorprendente nos sigue pareciendo que una autora reivindicada como maestra literaria de la generación de los cincuenta (como lo han expresado reiteradamente autores desde Laforet a Martín Gaite y desde García Hortelano hasta Francisco Nieva), y creadora de Celia, el personaje infantil más notable de la literatura española, siga ausente en las otras historias de nuestra literatura del siglo XX. Tampoco tiene cabida en los programas de un buen número de nuestras Facultades de Filología. Y es que, si la entrada en el canon de la obra literaria escrita por mujeres es punto menos que imposible, ¿qué decir si esa literatura está escrita pensando en los niños?
¿No constituimos las mujeres el mayor colectivo dentro del global de lectores? ¿No se están reeditando obras que permiten reconstruir nuestro pasado, con cuyos personajes podemos identificarnos, que nos relatan? ¿No estamos satisfechas con ello? ¿Para qué queremos más? Dejémoslo así, permitamos que los sesudos varones sigan a lo suyo…
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