El confín de una barca – Relato XVIII
Ese día, nunca supe si transgredí o no. Tampoco me importa mucho saberlo.
Tras varias lluvias, estaba de arrebato por ese escandaloso Sol naciente que se abría por fin tras tanto húmedo gris con su luz y calor que me estaban llamando, así que, sobreponiéndome al insomnio crónico empeorado por el confinamiento, decidí inconsciente aventurarme a caminar ese día 43 desde el decreto, a la deriva, deambulando tras el instinto callejero de mi perro que, solidario conmigo, tampoco conseguía mucho pegar ojo ni estaba seguro de si era sueño todo, o, nada realidad.
En esa vigilia matutina errante que me dejé arrastrar por el chucho astuto, pudimos evitar gente, policías, presuntos contagiados, coches fúnebres y ambulancias, ambos fugitivos al escape de un no sé qué destino furtivo.
Tampoco sé cuántos kilómetros recorrimos, ni me importaba para ser sinceras, me dejé llevar, fue de hecho el perro el que me secuestró y el que debió sacarme ilegalmente de paseo ahora cuando lo pienso mejor, e intento atar cabos. Porque el decreto legislaba que te permitían sacar al perro, pero no permitía o al menos no me quedó claro si estaba prohibido o no, que el perro te sacara a ti.
Tras horas de caminar sin rumbo preciso, huimos de la ciudad llegando a una playa desierta cuyo nombre ni me acuerdo pues estaba como os dije medio sonámbula y con sudores de pánico ya que se me habían iniciado hacía algunos días, por tanto encierro, paradójicamente algunos síntomas preocupantes de agorafobia. Suerte del fiel Ulises que no paró de ladrarme insistente y tenaz hasta sacudirme de la cama y con su escándalo me obligó así a salir de paseo esa resplandeciente mañana. Tampoco sé ni me importa mucho si ella, esa fulgurante mañana me encontró a mí, o yo a ella.
Una torcida barca abandonada, encallada en la arena, se erigió de pronto como una estampa ciclópea giganta, como un faro perdido, que no sé si nos miraba o yo la miraba también, plantada delante nuestro. Eché un respingo hacia atrás… giré con gesto nervioso la cabeza hacia todos los lados y seguía sin haber nada ni nadie, excepto esa nave varada. Pensé que era un espejismo o un delirio visual fruto del mal dormir de hacía semanas. Me acerqué a esa pequeña nave, liberada por fin de Ulises, que ya me había quitado el collar y la correa, mientras él se abalanzaba a corretear por la orilla.
Una nítida barca inclinada como en reverencia sometida, con sus palos erguidos pero ladeados a lo torre de Pisa, preciosa ahí delante mío, como la aparición de una Virgen, aunque bastante intacta, se observaba ya algún desperfecto malograda por su orfandad.
¿Por qué esa barca ahí? pensaba mi cerebro más oxigenado por ese exilio repentino que me impuso mi cuadrúpedo preferido, aliviadas las neuronas después de tanta hipoxia y monóxido televisivos. Majestuosa pero maltrecha, se imponía ella sola, determinados su perfil y figura por los límites y líneas del horizonte, entre el mar, el cielo y la tierra.
¿Será la barca de un pescador extraviado que no pudo regresar nunca a puerto contagiado por esta peste y que, desfalleciendo cayó al mar, y la barca siguió hasta, despedazadas sus velas, agotada llegar a esa playa donde por fin pudo detenerse y descansar?
¿Seré yo, transmutada en barca naufragada, en medio de esta parálisis, que no nos permite ni surcar en paz nuestros propios mares? Simbiótica me sentí también barca yo.
Empática la abracé para que me traspasara cualquier vestigio de su libertad perdida. Oí sus susurros marinos que me silbaban lejanos leyendas de viajes infinitos. Me identifiqué con esa barca, y el mundo, también éramos todos esa barca. Estábamos varados, a la espera. ¿A la espera de qué? Esa barca no podía navegar, ni avanzar por la tierra ni elevarse por los aires. ¿ A qué esperábamos? ¿Cuál era la esperanza?
¿Esa barca ya no podrá nunca atravesar los mares y encontrar a sus hermanas? ¿No será la terrible y dantesca barca de Caronte que transportaba a los muertos por el río Aqueronte o la laguna Estigia o en este caso por nuestro mare mortum, aguas mediterráneas que se han engullido bajo nuestras cómplices y verdugas miradas a millares de migrantes desesperados también en busca de esperanzas?
Estaba ahora realmente asustada. Me volvían las imágenes macabras pero auténticas de la televisión, tantos cadáveres y tumbas abiertas por la peste del 2020, amontonados, sin apenas cajas, quizás esta barca era de un enterrador o mejor dicho un embarrador que se los llevaba lejos, a nuestros muertos, y los hundía bajo las superficies profundas de las arenas profundas, aquellos olvidados anónimos a los que nadie había acompañado en sus últimos días.
Hemos de izar y bordar esas costuras de mis velas, hemos de levantar mi ancla, coged mi timón, enderezad mis astas, me seguía sollozando leve al oído mi querida barca que ya había adoptado, mientras la acurrucaba. Quizás nos auxilien aquellas aves que curiosas se nos acercaban, gaviotas fortalecidas y liberadas de la toxicidad urbana, pues parece que la naturaleza ha reverdecido y los animales están también de fiesta gracias a esta peste humana y estas criaturas del aire renacidas logren levantar la nave, junto a un ventarrón enfurecido que la soliviante a la barca, y ésta se eleve hasta las nubes y sea una lancha alada.
Mi Ulises sigue retozando alegre en la arena, y yo como Penélope, espero a que se canse de ir y venir, mientras tejo y destejo mis pensamientos a la espera de alguna respuesta. ¿Qué destino le espera a la barca? , sigo dándole vueltas. ¿ Acabará destrozada por la erosión de la enfermedad, el destierro, el olvido y el tiempo?
Barca, mundo y yo ya somos una. Así está el planeta, a la deriva, sin rumbo. ¿Cómo salvar esa barca? ¿Cómo salvarnos, si estamos como ella varados?
¿La mutilarán este verano a hachazos, cuatro bañistas ahogados en el paro, para de sus maderas hacer fuego y poder calentarse en el crudo y otra vez endémico invierno? Yo ya estaba temblando pues me imaginaba ardiendo en esa hoguera.
¿O se la encontrarán otro soleado día una chiquillada de niñas y niños, que se subirán a ella, y jugando a ser nuevas capitanas soñadoras y marineros descubridores, jugarán a surcar esos otros mundos posibles?
¿Serán ellas y ellos, nuestro futuro, los que la aborden como piratas de la esperanza y jugando y jugando a ser y a existir, como arca de Noé renovada, no aquellas falacias que se han inventado con la pandemia, hospitales y campamentos de concentración vírica publicitarios con tecnologías que nos rastrearán como si fuéramos delincuentes según sus fuentes y expertos y estadísticas paliativas de convalecientes y cifras de presuntos apestados que apartan, sino que conviertan a mi barca, pues yo soy ella y el mundo, a la barca del planeta, en una nave libre y ligera, y la devuelvan a la mar, y jugando y soñando sean ellos y ellas, nuestras niñas y niños del futuro, que viajen a nuevas tierras, y siendo y existiendo sean ellas y ellos nuestro remedio, nuestra única medicina y vacuna para todas las epidemias, las naturales y las programadas, y el respiro para la salud del universo, sean ellas y ellos por fin la luz de la buena esperanza que necesitamos para nuestras atormentadas almas?
Ulises me llama, está sediento y hambriento, cansado de jugar toda la tarde, y con un gesto familiar, me pide que agache la cabeza, y con su morro y caninos, alzando la pata diestra, me sujeta la nuca y me coloca otra vez el arnés y mi correa. Ya es casi de noche. Estamos de vuelta. No creo que nos hayan multado. Esa noche, Ulises y yo vencimos al insomnio. Aunque nunca supimos si esa barca, fue realidad o fue un sueño.
A la mañana siguiente, fui directa a mi móvil, no lo había conectado en veinticuatro horas. Lo apagué y lo aparqué en mi mesilla de noche, antes de que Ulises me sacara a pasear. Estaría ya descargado. Lo enchufé a la corriente, y esperé sentada plácidamente en mi butaca preferida, cerré los ojos intentando recordar la jornada pasada y pensando que tenía que preparar urgentemente mi primer café del día.
Mientras bostezaba aún de sueño, esos bostezos perezosos y mañaneros testigos de un buen descanso, iban apareciendo esas lucecitas que indicaban que se iba poniendo en marcha y desperezando también el adicto cacharro… pero incrédula, casi en el último bostezo, con la mandíbula desencajada y los ojos a cuadros me quedé boquiabierta cuando al encenderse el móvil, apareció en la pantalla, en primer plano, esta fotografía.
Enseguida me asaltó la duda ¿Cómo llegó a mi móvil la fotografía de la barca? ¿Misterio de las telefonías, que siempre nos espían y captan a distancia telemática y nos roban incluso las imágenes que percibimos en nuestros cerebros?
Aún no estoy segura si ayer me quedé encerrada en casa o no todo el día, o si soñé demasiado por los tranquimazines que me metí contra el insomnio, o no sé si fue una alucinación por aquella película trasnochada que me tumbó a medianoche ya traspuesta y medio atolondrada de estar siempre frente a tantas pantallas, tampoco sé si fue verdadero o falso el día de ayer porque no me acuerdo de mis días, ni sé qué día es y es que tampoco me importa como os confesaba al principio. Sea físico o virtual, sueño o realidad, imagen retiniana o imagen digital, bendita esa barca, resultó que mi barca de algún modo, sí existía.
Y, si existía esa barca, ¿quizás yo también?