Consuelo – Relato III
El momento que aquí relato lo viví unos meses antes del presente confinamiento. Ahora estoy en mi casa; en aquel momento viví un confinamiento hospitalario de 17 días, por dolencias que me aquejaron en aquel momento. Sólo relato un pasaje de lo vivido allí, con algunas licencias poéticas, dado que al fin y al cabo es un cuento. Fue una experiencia muy intensa, y lo que aquí relato lo recuerdo con especial cariño. No estoy segura de que me beneficie contar esto, pero lo cierto es que me pesa en el alma. Espero que compartirlo sirva de algo, y que leerlo entretenga o de consuelo a alguien.
Aquella mañana desperté en urgencias de psiquiatría. Había dormido allí. El caso es que me encontré mal aquel fin de semana, estaba sola y corrí hacia el hospital. Llegué tan mal que, a pesar de ser domingo, pasé en seguida de urgencias a la UCI. Luego, en cuanto te suben a planta, por protocolo, se establece un periodo promedio de confinamiento en observación de 21 días. Pero en la planta de psiquiatría tenían que liberar camas, dado que estaba hasta los topes, y en consecuencia pasaría en la UCI 2 días todavía. Ni siquiera quedaban boxes libres en urgencias, así que dormí en una camilla, en un rincón de la UCI. Detrás de mí había un hombre que agonizaba de dolor, y un chico con TOC que había cometido algún tipo de delito. Se había pasado la noche gritando que tenía que salir de allí, y al final le administraron un tranquilizante y lo tumbaron. Dentro de los boxes dormían los casos más problemáticos. A través de una puerta veía a una chica atada a una cama. A un lado estaba sentada otra chica que temblaba sin parar, en plena crisis nerviosa. Otra chica, que pronto supe que se llamaba Aina, dormitaba a mis pies en otra camilla, hecha un ovillo debajo de las mantas. Era una chica morena de 18 años, una criatura. Estaba a la espera de la llegada de una asistente social. Pero a ninguna de esas personas las vi luego en planta. Sólo a otra chica volvería a verla dos días después en el periodo de hospitalización. Aquella mañana estaba sentada al fondo de la sala. Se llamaba Chelo.
Chelo era una chica gitana, con el pelo larguísimo. Se había arremangado la camisa del pijama fabricándose un top escotado. Y es que en aquella sala se ve que hacía calor. Llevaba su melena larga por la cintura recogida en un moño alto. Entonces todavía no le habían dado litio, y campaba por allí en su estado natural. Se levantaba de vez en cuando de la silla y tocaba la sirena de emergencias, a lo que los enfermeros la reprendían. Pero ella seguía haciéndolo cada vez que éstos se daban la vuelta. Decía ‘somos unos revolucionarios. Estamos aquí porque el sistema no nos soporta’.
Por mi parte, yo estaba tendida en mi camilla, con 42 quilos de peso. No me habían dado nada de comer desde la noche anterior, aunque tampoco habría servido de mucho; cuando llegué a urgencias me pasé horas con espasmos de vómito, amorrada a una bolsa de plástico. Por lo menos había parado aquel dolor espantoso de cabeza y se habían detenido las arcadas. Podía descansar. Entonces llegó mi madre, con la mitad del supermercado a cuestas.
-¡Al fin he podido entrar!
Empezó a charlar como una cotorra.
-Te he traído este champú, este gel, y ésto es un desenredante. No sé si te irá bien… Te he comprado también un cepillo de dientes, pasta… Por cierto, que horror de sitio, ¿ya has podido dormir algo aquí en medio?
-Sí…
-A ver si te suben pronto arriba, esto es horroroso. Estoy muy orgullosa de ti, de que hayas venido hasta aquí tu solita, creo que vamos por muy buen camino. ¡Al fin vamos por buen camino! Pero estar aquí en medio es un horror. Si por lo menos estuvieras dentro de un box…
-Hay personas que lo necesitan más.
-Sí, ya lo veo, esa chica que se ve ahí tiene una mala pinta… Menos mal que está acompañada. Mira, también te he traído zumos, no sé si los puedes tener, y aquí tienes algo para pintar, rotuladores, y te he traído un par de revistas. ¿La ‘muy interesante’ te gusta? Tu tía me ha sugerido ésta de viajes, y…
Entonces Aina levantó la cabeza y emitió un rugido de odio. Mi madre también lo advirtió, pero eso no la detuvo.
-Ui… Bueno, mira, aquí hay también paquetes de clínex, una libreta, lápiz,…
La niña se iba agobiando por momentos. Yo quería detener a mi madre.
-Mamá…
Nada, seguía hablando. No sabía qué hacer con aquello. Entonces Chelo se levantó y fue hacia Aina. Se plantó tiesa como un árbol ante su camilla. Le habló con una voz susurrante y rasgada, como de pantera.
-Eh, Aina… ¿sabes quién soy yo? Yo soy tú. Yo soy igual que tú.
Aina la miraba, tendidita, tapada y acurrucada en la camilla. Mi madre seguía hablando. Chelo también.
-¿Quieres fumar?
-Sí…
-Aquí no puedes fumar. ¿Quieres fumar?
-Sí…
-No puedes. ¿Quieres fumar?
-Sí…
-A mí también me gusta fumar. Pero fumar es malo. Yo ya no tengo arreglo. Pero tú tienes 18 años, y tienes toda la vida por delante.
Entonces sacó una caja con agujeros, y se inventó tota una patraña con la caja, y se puso a jugar con ella, hasta que la niña quiso la caja, y después de un rato de resistencia, se la dio, y la niña se quedó tranquila. Y mi madre seguía hablando.
-De momento no te he traído compresas, no te hacen falta aún, ¿verdad? Aquí tienes un cepillo para el pelo…
-Mamá, creo que quiero que te vayas.
-¿Sí?
-Estoy cansada.
-Bueno, en realidad es tarde, y no he comido. Puedo venir en un rato.
-Vale.
Mientras mi madre recogía sus cosas, Chelo se alejó de la camilla de Aina, pasando junto a la mía. La miré.
-Gracias.
Y Chelo me miró entonces a los ojos, como si hubiera visto un fantasma, como diciendo ‘coño, está viva’, y entonces su cara se relajó, y sin dejar de mirarme, en voz muy baja y con la garganta estrujada, dijo en un susurro, muy despacio y mordiéndose el labio inferior:
-De nada.
Mi madre se fue y justo llegó el enfermero con una mesa camilla sobre la que reposaba una bandeja con tapa. Descubrió el contenido. La habían llenado hasta los topes, había dos sopas, una de pasta y otra de arroz, y dos muslos de pollo gigantescos con verduras cocidas, y manzana asada. Pensé que, si me daban todo aquello, mi aspecto debía de ser deplorable.
-¿Tienes hambre?
Y yo respondí:
-Mucha.
Y empecé a devorar aquel pollo como una animal, aunque soy vegetariana.
En su rincón de nuevo, Chelo se puso a cantar ‘bon dia, ningú ho ha demanat però fa bon dia…’
Siempre me gustó Chelo, pero sentía que no debía gustarme. Era tremenda, iba con mucho cuidado con ella. Tenía la impresión de que yo le daba rabia, y podía estallar una bomba si le permitía estar cerca. Andaba siempre midiéndole las distancias.
Un día, en planta, me puse a escribir en un diario. Allí encerrada había que inventarse de todo para no perder los nervios. Y Chelo dijo que ella también quería escribir. Se sentó a mi lado, con lápiz y un papel, y escribió mientras pronunciaba en voz alta: ‘Hola, me llamo Consuelo, y voy a escribir la historia de mi vida…’. Y lamenté por ella que ya llegaba tarde conmigo. Yo ya hacía mucho que no sabía dónde me quedaban los 18 años. Creo que me los salté directamente.
Cuando salí de aquel sitio, al cabo de 17 días, allí me dejé a Consuelo, colocada hasta las cejas de litio.
Esto me lo escribió en planta otra paciente, Montse, el día de mi cumpleaños. De puño y letra, con sus manos llenas de cortes y quemaduras fruto de las autolesiones:
Tus lágrimas me hacen
que me duela el corazón.
Sé que son de pena por eso
aún me duele un montón.
No llores y saca esa gran
sonrisa que desprende tu
interior iluminando de
ilusión y pasión hacia
la vida y todo lo que te rodea
a tu alrededor.
Con cariño
Para B.
De Montse