A Lupe Grande, fulgor de un verso
En febrero de 2019, conmemorábamos en Segovia al poeta Antonio Machado. Aquella “Constelación” trajo a la Casa de la Lectura a poetas que invitaban, con su actitud y su obra, a repensar el mundo que querríamos lo fuera universal, sin que las geografías fortuitas o las circunstancias impuestas veten la entrada al país sin fronteras de los derechos humanos. Estelas éticas machadianas eran Juan Carlos Mestre, Amalia Iglesias, Fanny Rubio, Federico Mayor Zaragoza, Luis García Montero, César Antonio Molina, El Arbi El Harti, José María Parreño, Elena Medel o Maribel Gilsanz. Queríamos, con Guadalupe (Lupe) Grande, que aquel “Parlamento Poético” lo inaugurara Francisca (Paca) Aguirre. Lupe Grande, siempre amable, siempre selectiva porque era una mujer exquisita, entendía lo que significaba que ese acto de restitución lo protagonizara aquella niña que cruzaba la frontera hacia el exilio en los mismos caminos y en los mismos años que lo hacía el maestro Antonio Machado; la pequeña que se quedaba sin padre porque así lo establecía la violencia de la guerra, la que escribiría versos sobrecogedores donde hablar con Machado y con el mar y con la memoria. Hasta el último momento Paca Aguirre intentó estar en Segovia acompañada de su hija Guadalupe Grande. La edad y los tiempos de la edad le impidieron entregarle a la ciudad la que habría sido una de sus últimas apariciones públicas. Leímos, por ella y para ella, ese poema, de modo que Paca Aguirre abría aquel Parlamento donde las palabras se comprometían a encontrar lo que pudiera unirnos demostrando que la poesía, siempre en vela, es la primera legisladora del espacio de lo común:
Llegué con los ojos cegados de la infancia/ y el corazón en blanco, sin historia./ Llegué (Señor, qué imperdonable)/ con nueve años solamente./ Llegué, tal vez al mismo tiempo que él,/ pero en distinto tiempo./ No lo supe./ (Oh tiempo miserable e injusto)./ Estuve allí -quizá lo vi-/ pero era tarde./ Yo era pequeña/ y tenía sueño./ Don Antonio era viejo/ y también tenía sueño./ (Señor qué imperdonable/ haber nacido demasiado pronto/ y haber llegado demasiado tarde).
Lupe Grande guardaba tal legado simbólico de mirada familiar, los encuentros, los acontecimientos libertadores de la luz que la infamia se obstina en destruir. No esquivaba ni se escondía ante el dolor. La siento depositando sus dedos en las palabras que tiemblan a la espera de ser tenidas en cuenta. Las palabras poéticas tienen el poder de dar alas a los seres humanos si las cosas que nombran hacen de la belleza nuestra casa. Habitante poética del mundo, cuyas traducciones, artículos, o trabajos y días en la Universidad Popular José Hierro, acogían los ojos y los corazones que atraviesan la historia sin que se les permita crearla, decidirla o relatarla siquiera. Poeta consciente de su propia desposesión, como mujer, en un universo donde la desposesión llega a hacerse ley cotidiana. No olvidaba ni esquivaba jamás esas verdades que cimientan y justifican la precaria condición de existir, las desvelaba con solemne discreción para convertirlas en faro y horizonte de un presente y un futuro donde la maldad no tuviera cabida, donde los olvidados regresaran para reclamar su derecho a estar y decir. Nómada, de paso siempre, con urgencia pero sin prisa, cada uno de sus versos se posaba con incertidumbre en la página anunciando la posibilidad. La recuerdo en escucha constante, entre gestos que recorren el aire y se hacen parte del aire. Algo parecido le escribí tras leer su Hotel para erizos. Versos-tesoro con una voz propia, personal, sutil que, con contundencia, van sembrando semillas de dignidad. Y, después, ella ya no estaba, seguía andando, escuchando, desentrañando el latido del lenguaje. Mujer de despedidas, con las ojeras de otro tiempo de quien viaja, sin ser notada, por la noche cívica de la melancolía. Sin darle tregua a la injusticia. Esa fue mi experiencia cada vez que compartí con Lupe Grande lectura, conversación, amistad y años de amigos comunes indispensables.
La poesía no pertenece a la actualidad de la ciudad, ya se ocupó de sentenciarlo la más antigua tradición. Sin embargo, germina en su destierro, en ese no-lugar que define la ciudad y la sitúa, sueña y cuida. Una ciudad no es una ubicación o un nombre, sino la circunstancia pactada que nos permite ser personas. Y si una ciudad, una cultura, una época ignora y olvida a sus poetas se está condenando a cien años de soledad sin esperanza, sin segunda oportunidad. Lupe entregaba, con su sola presencia, con su voz llegada de muy lejos, esa certeza. Un aparecer, el tuyo, como el fulgor del verso. Tu imagen traza, en mi memoria, calles de ciudades por hacer, andadas juntas en conversación inacabada, encuentros en lugares que son símbolos y nos reconocen como familia poética. Esa familia que hoy está triste, muy triste…
Marifé Santiago, poeta,
Doctora en Filosofía, Profesora de Estética y
Teoría de las Artes (URJC, Madrid)
Publicado en EL ADELANTADO DE SEGOVIA el 6 de enero de 2021