Entre tanto, alguna luz – Relato IX
Con las pestañas aun enredadas, Elia abrió los ojos después de una noche intentado asimilar la nueva situación. Una ruptura sentimental reciente, el trastorno de ansiedad abriendo la puerta de nuevo y ahora un confinamiento debido a no sé qué virus chino. Todo parecía estancarse. Ahora, después de tomar una gran decisión en su vida, poniendo fin a una relación de cinco años que tanto le había aportado y que echaba de menos, ahora, que podía salir y liberarse de sus propias ataduras disfrutando de la compañía de sus compañeros de la universidad, dejándose llevar por los nuevos aromas, los textos de filosofía que la asustaban, la primavera, las fiestas…ahora, encerrada en las cuatro paredes de siempre.
Su habitación era un lugar agradable a la vez que asfixiante, y todo dependía de su fantasma interior. Decidió hacer lo que toda la gente de su edad hace; sublimar a través de las redes sociales. Y de manera frenética empezó a ahogarse en decenas de conversaciones, algunas vacías, otras llenas de sentido. Ebria de personas virtuales, no podía despegar el móvil de la palma de su mano. Solo había transcurrido una semana en casa y comenzaba a sentir presión en su pecho. Se preguntaba qué diferencia había, si de todas formas estaba haciendo lo de siempre. Huir de ella misma y vivir el ahora con otras personas. Aunque en su interior sabía que nada sustituiría la calidez de un abrazo de su mejor amigo, Hairo, o los taconeos de las clases de flamenco de su amiga Carmen.
Conforme avanzaban los días, sentía en su pecho un agujero cada vez mayor. Decidió hacer deporte, bailar y meditar. Esas tres cosas eran lo que la mantenían en el ahora, pero lo cierto era que a menudo olvidaba en qué día de la semana se encontraba.
Pero en medio de todo aquello, se preguntaba tantas cosas, producía tantas ideas (algunas sospechosamente influenciadas por los filósofos que estudiaba) que también sentía crecer las ramas de un árbol robusto dentro de sí. La alienación, la falta de identidad inculcada por las correas del automatismo social, ahora estaban desechas. Pudo sentir el silencio, el comprenderse a sí misma viéndolo todo desde un prisma lejano.
Sonó el móvil.
Lo miró de reojo y se preguntó quién querría hablar con ella a esas horas, pues eran las doce de la noche.
Era una petición de Instagram.
Un chico, que no conocía de nada pero con muchas coincidencias en la sección de amigos en común, había solicitado amistad. Vaya chorrada, pensó en ese momento. Solicitud de amistad. Hemos burocratizado hasta las relaciones socioafectivas.
Aceptó escépticamente.
El chico comenzó a reaccionar a sus historias y pronto empezaron a intercambiar una serie de ridículas cordialidades por mensaje directo. Elia se sorprendió a sí misma, viendo lo borde que estaba siendo. Así que intentó cambiarlo y como bandera blanca le ofreció el número de teléfono.
Aquella cuarentena le había dado la oportunidad de enamorarse unas tres veces al día.
Pasaban los días, perdía el sentido horario. Miraba el techo de su habitación cada cinco minutos cuando intentaba concentrarse leyendo los libros pendientes de la carrera. No iba a llegar a entregar el TFG, como todo lo que empezaba, siempre sintiendo no llegar a tiempo por la constante sensación de pesadez, fruto de los largos años como estudiante. Aun así procuraba disfrutar de lo que leía.
La pantalla del móvil, iluminándose cada cierto tiempo.
Dos semanas y media de cuarentena. Montaña rusa de estados de ánimo.
El chico de Instagram, diciéndole la calle donde vive. Elia se da cuenta de que son dos calles más allá de la suya.
Abre mucho los ojos. Los entrecierra, pensativa. Bueno, tampoco te interesa tanto, no la líes.
Pero bueno, ¿qué más dará? Y de repente se acordó de que tenía terraza.
¡Bendita terraza!
¡Sal al balcón! Le dice por mensaje.
Elia subió corriendo las escaleras de su finca hasta llegar a la terraza, abrió la puerta y una ráfaga de aire primaveral entró a través de su nariz, inundándole todo el cuerpo, la mente, el alma.
Miró el cielo.
Despejado, alguna nube rezagada danza a través de corrientes para reunirse con el agua del mar.
Miró el móvil de nuevo, el chico estaba en el balcón. En principio era imposible que pudieran verse, a tanta distancia y con edificios de por medio.
¿Me escuchas si silbo?
Elia silbó. El chico contestó con risas, la escuchaba.
El chico silbó, ella sonrió, con una pizca de esperanza. Y ni si quiera sabía por qué. No se trataba de amor, en absoluto, ni tan solo era atracción. Era libertad. Era la situación de estar en su terraza, pudiendo moverse como ella lo hacía, siempre dando la sensación de que estaba bailando, en un espacio tan abierto como aquel. Era comunicarse con silbidos a través de las terrazas con un desconocido.
Nuevo mensaje.
Vivo en el último piso, he encendido la linterna del móvil, ¿la ves?
La vió. Encendió la suya, y ladeó el brazo varias veces para hacerse notar.
¡También te veo!
Ambos teclearon las jotas y las aes, una detrás de otra, para reflejar con símbolos las sonrisas del directo.
Aquello podía parecer tonto, simple, un hecho poco relevante. Pero para Elia supuso un cambio de actitud en su rutina, para Elia supuso darse cuenta de todas las posibilidades que le ofrecía poseer comúnmente una terraza con el resto de vecinos, donde pudo a partir de ese día tumbarse al sol, hacer estiramientos en su esterilla, y por qué no, bailar.
Subía a bailar cada dos días, sin importarle si el resto de vecinos ansiosos de la misma libertad que ella la veían. Ella ponía en sus cascos el género que le apetecía en aquel momento, y sus brazos y sus piernas empezaban a elevarse, descender y contonearse al ritmo de las melodías que la inundaban junto con el sol, el viento, y las miradas furtivas.
¡Ole! Se escuchó un día.
Y así fue estabilizando su ánimo, su ansiedad, su mente. Le pareció increíble, y la reafirmó aun más en sus creencias, el hecho de lo necesitadas que estamos las personas de los demás. Cómo el aislamiento acaba poco a poco con la identidad de una. Las construcciones que hacemos con nosotros mismos y los ratos de soledad sirven para resetear, para investigar y rascar el interior. Pero es en el medio donde nos probamos, donde estiramos, aflojamos, nos reajustamos. La necesidad que tenía Elia de contacto, de interacción humana, no era una huida de sí misma, como creía al principio, era su propia identidad lo que buscaba, porque nuestra identidad solo se construye en relación al resto.
Pasaron los días, llenos de videollamadas con amigas. Se grabó bailando, lo subió a Instagram. Escribió un relato y se dio cuenta de lo absurdo que sonarían las palabras “subir a Instagram” para un escritor del siglo XVI. Esta idea la divirtió, y el tiempo y el espacio acabaron confundiéndose en una amalgama de días entrelazados entre la realidad y la ficción.
Todas las noticias de la televisión solo hablaban de una cosa, y ello provocaba en Elia un hastío imperdonable que la obligaba a cambiar de canal con furia. ¿Qué sería del resto de cosas que suceden en el mundo? Se preguntaba a menudo por los refugiados. La idea de cómo pudieran estar pasando por aquello la perturbaba sobremanera. Se le encogía el corazón.
Pensamientos y más pensamientos se acumulaban en la mente de Elia, pero era capaz de conducirlos. Aprovechar las buenas ideas y desechar el ruido mental.
Una noche sintió un gran deseo sexual y mandó un par de mensajes a un amigo para la intimidad, (que no un amigo íntimo) que conoció antes de iniciarse la cuarentena y con el que no había vuelto a intercambiar una palabra. Se lo pasaron bien fantaseando sobre sus pasados encuentros y sobre posibilidades futuras. Pero ambos sabían que todo quedaba en aquella conversación, que probablemente no volvería a pasar nada, pero en aquel momento se necesitaban.
Y así transcurrían las horas de Elia, entre papeles, libros, teclas, fotos, sexo mental y virtual y su conciencia sana timoneando al inconsciente vulgar y travieso.
Comenzó de nuevo a sentir desfallecimiento en ciertos lapsus temporales donde el ahora se tornaba tedioso y sin sentido. Se preguntaba si de verdad todo aquello estaba sucediendo. Llamaba a Hairo para escuchar su voz de arena, sus salidas terriblemente graciosas y sus consejos de sabio filósofo. Su amistad era un pequeño oasis de felicidad entre todo aquello, siempre lo había sido. Se llamaban para llorar y se llamaban para reír. No existía una sola cosa que Elia sintiera que no pudiera contarle.
Pasó otra semana.
La pantalla del móvil, otra vez iluminada.